Ante el Día de Todos los Fieles Difuntos
Más que llevar flores a la tumba
Más que llevar flores a la tumba
Estos días son ocasión propicia para recordar con la oración a nuestros seres queridos y meditar sobre la realidad de la muerte, que la «civilización del bienestar» trata de remover con frecuencia de la conciencia de la gente, sumergida en las preocupaciones de la vida cotidiana.
Morir, en realidad, forma parte de la vida y no sólo de su final, sino también, si prestamos atención, de todo instante. A pesar de todas las distracciones, la pérdida de un ser querido nos hace descubrir el «problema», haciéndonos sentir la muerte como una presencia radicalmente hostil y contraria a nuestra natural vocación a la vida y a la felicidad.
Jesús revolucionó el sentido de la muerte. Lo hizo con su enseñanza, pero sobre todo afrontando Él mismo a la muerte. «Muriendo destruyó la muerte», dice la liturgia del tiempo pascual. «Con el Espíritu que no podía morir —escribe un padre de la Iglesia— Cristo venció a la muerte que mataba al hombre» (Melitón de Sardes). El Hijo de Dios quiso de este modo compartir hasta el fondo nuestra condición humana para abrirla a la esperanza. En última instancia, nació para poder morir y de este modo liberarnos de la esclavitud de la muerte. La Carta a los Hebreos dice: «padeció la muerte para bien de todos» (2, 9).
A partir de entonces, la muerte ya no es la misma: ha quedado privada por decirlo de algún modo de su «veneno». El amor de Dios, actuando en Jesús, ha dado un nuevo sentido a toda la existencia del hombre y de este modo ha transformado también la muerte. Si en Cristo la vida humana es un paso «de este mundo al Padre» (Jn 13, 1), la hora de la muerte es el momento en el que este paso tiene lugar de manera concreta y definitiva.
Quien se compromete a vivir como Él queda liberado del miedo de la muerte, dejando de mostrar la sonrisa sarcástica de una enemiga para ofrecer el rostro amigo de una «hermana», como escribe san Francisco en el Cántico de las Criaturas. De este modo, también se puede bendecir a Dios por ella: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal». No hay que tener miedo de la muerte del cuerpo, nos recuerda la fe, pues es un sueño del que nos despertaremos un día.
La auténtica muerte, de la que hay que tener miedo, es la del alma, llamada por el Apocalipsis «segunda muerte» (ver 20,14-15; 21,8). De hecho, quien muere en pecado mortal, sin arrepentimiento, cerrado en el orgulloso rechazo del amor de Dios, se autoexcluye del Reino de la vida.
Por intercesión de María santísima y de san José pidamos al Señor la gracia de prepararnos serenamente para dejar este mundo, cuando Él quiera llamarnos, con la esperanza de poder permanecer eternamente con Él, en compañía de los santos y de nuestros queridos difuntos
Morir, en realidad, forma parte de la vida y no sólo de su final, sino también, si prestamos atención, de todo instante. A pesar de todas las distracciones, la pérdida de un ser querido nos hace descubrir el «problema», haciéndonos sentir la muerte como una presencia radicalmente hostil y contraria a nuestra natural vocación a la vida y a la felicidad.
Jesús revolucionó el sentido de la muerte. Lo hizo con su enseñanza, pero sobre todo afrontando Él mismo a la muerte. «Muriendo destruyó la muerte», dice la liturgia del tiempo pascual. «Con el Espíritu que no podía morir —escribe un padre de la Iglesia— Cristo venció a la muerte que mataba al hombre» (Melitón de Sardes). El Hijo de Dios quiso de este modo compartir hasta el fondo nuestra condición humana para abrirla a la esperanza. En última instancia, nació para poder morir y de este modo liberarnos de la esclavitud de la muerte. La Carta a los Hebreos dice: «padeció la muerte para bien de todos» (2, 9).
A partir de entonces, la muerte ya no es la misma: ha quedado privada por decirlo de algún modo de su «veneno». El amor de Dios, actuando en Jesús, ha dado un nuevo sentido a toda la existencia del hombre y de este modo ha transformado también la muerte. Si en Cristo la vida humana es un paso «de este mundo al Padre» (Jn 13, 1), la hora de la muerte es el momento en el que este paso tiene lugar de manera concreta y definitiva.
Quien se compromete a vivir como Él queda liberado del miedo de la muerte, dejando de mostrar la sonrisa sarcástica de una enemiga para ofrecer el rostro amigo de una «hermana», como escribe san Francisco en el Cántico de las Criaturas. De este modo, también se puede bendecir a Dios por ella: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal». No hay que tener miedo de la muerte del cuerpo, nos recuerda la fe, pues es un sueño del que nos despertaremos un día.
La auténtica muerte, de la que hay que tener miedo, es la del alma, llamada por el Apocalipsis «segunda muerte» (ver 20,14-15; 21,8). De hecho, quien muere en pecado mortal, sin arrepentimiento, cerrado en el orgulloso rechazo del amor de Dios, se autoexcluye del Reino de la vida.
Por intercesión de María santísima y de san José pidamos al Señor la gracia de prepararnos serenamente para dejar este mundo, cuando Él quiera llamarnos, con la esperanza de poder permanecer eternamente con Él, en compañía de los santos y de nuestros queridos difuntos
Benedicto XVI. Angelus 5 de Noviembre de 2.006
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