miércoles, 11 de noviembre de 2009

CONFIANZA EN DIOS Y BUEN HUMOR


1.1. El secreto del buen humor

Pedir a Dios la comida parece totalmente innecesario (al menos para los que no viven en el tercer o cuarto mundo). ¿No somos nosotros mismos los que trabajamos y ganamos dinero y podemos así comprar el alimento y tantos otros bienes? Y sin embargo es el mismo Jesucristo quien nos anima a pedir: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.
La razón es que quien pide a Dios el pan (el mismo pan que gana con el sudor de su frente) está reconociendo que todo, absolutamente todo, incluso aquello que parece depender sólo del esfuerzo humano, viene de Dios. Está reconociendo su dependencia total de Dios. Si tuviéramos que depender así de un ser humano, tendríamos serios motivos de preocupación. Pero se trata de Dios. En Él y sólo en Él podemos confiar y abandonarnos totalmente como un niño pequeño en brazos de su padre o de su madre.
Sí, por supuesto, tenemos que poner de nuestra parte todos los medios que podamos para resolver los problemas de la vida y para ganar el pan: tenemos que emplear a fondo la inteligencia, la voluntad y, en general, las capacidades que poseemos, para hacerlas rendir responsablemente.
Pero es necesario reconocer que incluso eso que hemos obtenido con nuestra acción responsable, lo hemos obtenido “gracias a Dios”, porque Él nos ha dado la inteligencia, la voluntad, la salud y la vida.
Confiar radicalmente en Dios es tener la certeza de que todo lo recibimos de sus manos generosas de Padre. ¡Todo! Por eso le pedimos todo: el pan, una buena digestión, el buen humor…
Ahora bien, esta confianza parece quedar desmentida cuando recibimos algo que no nos gusta: un contratiempo, una enfermedad, un revés económico, etc. Si Dios es mi Padre y me quiere –pensamos-, ¿cómo permite que me suceda esto? Y si en lugar de un contratiempo del que nadie tiene la culpa, se trata, por ejemplo, de una injusticia que alguien me ha hecho y que no puedo remediar, ¿he de pensar también que Dios quiere eso para mí?
La respuesta la encontramos en la Escritura y en muchos santos. Pero ya que estamos con Santo Tomás Moro, recordemos lo que escribe a su hija Margarita, durante su encierro en la Torre de Londres, poco antes de su martirio: "Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”. Precisamente porque Moro está seguro de esto, puede ir al cadalso y bromear con su verdugo.
Para los que desean exactitud, habría que decir que Dios no quiere las injusticias (ni ningún tipo de pecado), sino que en todo caso las permite, porque respeta la libertad del hombre. Pero incluso de esos males, Dios saca bienes.
En algunas publicaciones sobre el buen humor hemos encontrado algunos “remedios” superficiales. Pueden ser incluso verdaderos, pero se quedan en la corteza. “Si está usted preocupado o triste –se viene a decir-, escuche una buena música, haga ejercicios de respiración, mire un buen paisaje y repita cien veces: viva la vida”. Bien, esto no hará daño a nadie. Pero hay que ir al fondo de la cuestión para dar con el remedio eficaz de esa enfermedad que tiene como síntomas la tristeza, el ceño fruncido, la cara avinagrada, el lenguaje hiriente, la inquietud, las preocupaciones obsesivas y el mal humor.
Sólo puede tener buen humor (nos referimos al verdadero buen humor) la persona que confía plenamente en Dios. Sólo el que confía en Él totalmente, absolutamente, está sereno y tranquilo. Sólo el que se sabe infinitamente querido por Dios y trata de responder a ese amor como un buen hijo, camina seguro por la vida. Como tiene resuelto el problema fundamental, todos los demás son relativos. Y precisamente por eso puede reírse de verdad. Si todo fuese igual de serio o todo igual de incierto, no cabría el buen humor.
Confiar plenamente es el único modo adecuado de confiar cuando se trata de Dios. Pero –hay que admitirlo-, esa confianza total parece muy difícil. El hombre confía fácilmente en sí mismo, en su inteligencia y en su técnica, pero confiar en Dios le parece propio de personas inmaduras e irresponsables, o de niños y ancianos...
Una parte del pensamiento nacido de la Ilustración nos ha querido convencer de que Dios no tiene relación personal con el hombre. Existe, hizo el mundo, le dio un empujón y se desentendió de él. Así que, si el hombre quiere ser digno de tal nombre –afirman-, tiene que aprender a vivir como si Dios no existiese. Debe bastarse a sí mismo: con su ciencia y su técnica se hará dueño del mundo y vencerá todos los males que le aquejan. Y con su razón decidirá por sí mismo qué es el bien y qué es el mal. El hombre ha de ser totalmente autónomo. Estas ideas, de un modo u otro, se vienen repitiendo machaconamente durante los tres últimos siglos. No es de extrañar que existan muchos hombres tristes.
Cuando el hombre vive como si Dios no existiese, tiende a convertirse en dios. Pero eso, además de ser un pecado de orgullo, es insoportable y destructor para él mismo y para los demás.
Autores: Salvatore Moccia y Tomás Trigo

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