viernes, 7 de mayo de 2010

LA BELLEZA DE LA IGLESIA




La belleza de la Iglesia

El pasado sábado asistí en Pamplona, en la parroquia de San Nicolás a la ordenación de un grupo de 17 diáconos pertenecientes a diócesis de varios países, todos ellos formándose en un Seminario Internacional llamado Bidasoa, sito en aquella hermosa ciudad. Presidía la ceremonia el Arzobispo local, don Francisco Pérez, que no podía ocultar su alegría por la ordenación de un grupo tan nutrido de jóvenes, concretamente el día antes del domingo del Buen Pastor, en el que se celebra el día de oración por las vocaciones y también de las vocaciones nativas.

Hermosa homilía, no leída, sino brotando del corazón de este gran pastor que es don Francisco. Palabras llenas de entusiasmo y amor, entre las que me impresionaron mucho las que dedicó a la belleza de la Iglesia. Ni pretendo ni podría repetir lo que dijo él, pero la idea era más o menos un cántico de alabanza a Dios por la belleza de nuestra madre la Iglesia, que se manifiesta, entre otras cosas en la autodonación de estos 17 jóvenes a Dios, para el bien de los demás, especialmente de los pobres y los necesitados. A su vez, don Francisco invitaba a los ordenandos a vivir de tal modo que manifestasen a todos la belleza de la Iglesia.
Y todo esto me llamó la atención porque parece que se nos había olvidado dicho modo de hablar. Acostumbrados últimamente por desgracia a escuchar y hablar sobre escándalos, crímenes, la suciedad en la Iglesia, la Iglesia herida por los pecados de sus miembros, etc. etc., todo ello real y dramático, hemos oído poco sobre la belleza de la Iglesia. ¿Será que por ocuparnos de las pocas manzanas podridas nos hayamos olvidado de las muchas que están sanas?

Pues sí, la Iglesia es bella, tremendamente hermosa, como esposa de Cristo que es, amada por El con amor infinito. Precisamente llevado por el hastío de las críticas hacia ella, he vuelto a leer la “Meditación sobre la Iglesia” del Cardenal De Lubac, libro magnífico donde los haya. De todo lo que se podría citar del libro (no hay palabras para recomendar su lectura), destaco una frase que me ha llamado la atención: “No pensemos, como los donatistas, que hay un grupo de «perfectos» o de santos predestinados. La Iglesia es, en este mundo, y continuará siendo hasta el fin, una comunidad compleja: trigo mezclado con paja, arca que contiene animales puros e impuros, barco repleto de malos pasajeros que siempre parece que lo van a arrastrar al naufragio".

Si aceptamos esto, nos ponemos en disposición de entender la belleza de la Iglesia. El que piense en una comunidad de puros, impecables, perfectos o algo similar, que nunca ha existido ni va a existir, ni tiene porqué existir, vivirá perpetuamente escandalizado y nunca entenderá nada.

Como hay quien ha expresado todo esto mejor que yo, prefiero citarlo. Se trata del padre Cantalamessa, el predicador de la Casa Pontificia, que en un viernes santo de hace unos años trató del tema en su prédica y dijo, entre otras cosas: “Como no logras alcanzar la inocencia por ti mismo, se la exiges a la Iglesia, mientras que Dios ha decidido manifestar su gloria y su omnipotencia precisamente a través de la tremenda debilidad e imperfección de los hombres, incluidos los "hombres de Iglesia", y con ella ha moldeado a su esposa, que es maravillosa justamente porque exalta su misericordia. El Hijo de Dios vino a este mundo y, como buen carpintero que había llegado a ser en la escuela de José, recogió los trocitos de madera en peor estado y más nudosos que encontró y con ellos se construyó una barca que resiste a la mar desde hace dos mil años.” Después cuenta que a uno de los Reformadores que le echaba en cara el que siguiese en la Iglesia católica a pesar de su "corrupción", Erasmo de Rotterdam le contestó un día: "Soporto a esta Iglesia, con la esperanza de que se haga mejor, dado que ella se ve obligada a soportarme a mí, con la esperanza de que yo me haga mejor".

Si nos ponemos en esta onda, empezamos a entender la belleza de la Iglesia: Aparte de ser la esposa de Cristo y su cuerpo místico, lo cual la hace hermosa de tejas para arriba, de tejas para abajo encontramos su atractivo en ser una madre paciente, que soporta los defectos de sus hijos con la esperanza de que se hagan mejores. No les repudia (casos contados, por causas gravísimas), ni se escandaliza de ellos, sino que les da la oportunidad de la conversión, del cambio, sin quitarle por supuesto nada a la ley civil o penal, que tiene que hacer su función pues los cristianos somos también ciudadanos del mundo. Madre paciente que anima a los buenos a hacerse mejores y a los malos les exhorta al cambio.

Pero, aparte de todo esto, ¿Olvidaremos todo el bien que hace la Iglesia en el mundo? Hoy mismo hablaba con una feligresa de mi parroquia, Pilar, cuya hermana es misionera de las de la Madre Teresa, Vive en Calcuta, ve a su familia solamente cada diez años, dirige un leprosario con 600 leprosos y, literalmente, da su vida cada día por los demás. Otra feligresa ha tenido hasta hace poco a su hija como misionera seglar (con la carrera de medicina acabada) en Venezuela, cuidando de los niños pobres. Otro tiene un grupo de amigos que van los sábados a visitar y ayudar a enfermos de sida. Otra feligresa se dedica por las mañanas a alfabetizar a gitanas. Y una multitud más (incontable) de misioneros, de educadores, catequistas, los que trabajan con ancianos, con niños, con enfermos, con adictos, con parados, con inmigrantes, con los excluidos de la sociedad, en el mundo de la cultura, padres de familia, consagrados, religiosos contemplativos, y una lista que no acabaría nunca. Si dejásemos que unos cuantos casos escandalosos nos impidiesen ver el bien que hace la Iglesia cada día en el mundo entero no tendríamos perdón.

Obviamente, todo esto no es una excusa para minimizar lo malo que pueda haber entre los miembros de la Iglesia, intenta ser por el contrario un acto de justicia hacia todos aquellos -la inmensa mayoría de los creyentes- que probablemente de modo anónimo, sin duda gratuitamente, sin pedir nada a cambio y sin que les den las gracias, dan su vida cada día por amor. Por amor a Dios y a nuestra hermosa madre, que a la vez es pueblo y familia, la Iglesia.


Alberto Royo Megía

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