jueves, 17 de febrero de 2011

COMO ELEFANTES EN EL CIRCO

No se donde lo leí, pero lo cuento tal cual. Sobre todo porque a mí me ocurrió algo parecido cuando veía a los elefantes de los circos que venían a mi pueblo. Con este relato lo he comprendido todo.



Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal..., pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría con facilidad arrancar la estaca y huir.


El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye? Cuando tenía cinco o seis años, pregunté a mi maestro, a mi padre, y a otras personas por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca.., y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta.


Hace algunos años descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta: "El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño". Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvía a probar, y también al otro y al que seguía... hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso no escapa porque cree que no puede. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que se siente poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás... Jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...
Cada uno de nosotros somos un poco como ese elefante: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos creyendo que “no podemos hacer un montón de cosas” simplemente porque alguna vez probamos y no pudimos. Grabamos en nuestro recuerdo "no puedo... no puedo y nunca podré", perdiendo una de las cosas más importante con que puede contar un ser humano: la fe. Algo parecido nos sucede quizá a todos, en algún aspecto de nuestra vida. Hay barreras que nos tienen sujetos, porque durante mucho tiempo las hemos visto como infranqueables, y aunque quizá ahora tengamos fuerzas suficientes para superarlas, no lo hacemos porque seguimos viendo esos obstáculos como algo fuera de nuestras posibilidades.


Tenemos que cultivar una sana capacidad de descubrir nuestros falsos convencimientos, las servidumbres que nos encadenan, las ideas simples que no nos queremos cuestionar porque ponen en peligro viejas concesiones a las pocas ganas de luchar. Hemos de desechar esa soberbia sutil que envuelve nuestra mente y la enmaraña en reacciones tontas de envidia, celos o resentimientos, que también nos encadenan. O poner más esfuerzo para salir de las redes de la murmuración, la ira o el malhumor. O reconocer adicciones quizá menos honrosas, al alcohol, el sexo o los videojuegos.


Se podrían poner muchos ejemplos de pequeñas ataduras que inmovilizan grandes voluntades, de hombres que no se deciden a liberarse de ellas porque desconocen la magnitud de lo que les frena y no se dan cuenta de que esas ataduras son pequeñeces de las que podrían perfectamente prescindir. La ignorancia sobre lo que nos ata es la atadura más grave, pues si no advertimos algo no luchamos contra ello y por tanto nunca nos liberamos. Por eso hemos de agradecer que nos lo hagan ver, aunque nos duela un poco oírlo. Es más, si nos escuece un poco quizá es síntoma de que hay un particular acierto. Podremos nadar con libertad.


Otro gran enemigo es la falta de esperanza en que podamos liberarnos, aunque a lo mejor nos suceda como a aquella águila encadenada que llevaba tiempo intentando elevar el vuelo y romper así su atadura, y ya lo había conseguido en su último intento, pero se cansó y se resignó a su encerramiento sin darse cuenta de que ya estaba libre. Olvidamos demasiadas veces que los grandes logros se alcanzan casi siempre después de muchos intentos fallidos. Tendemos a conformarnos, a acomodarnos a nuestras cadenas porque nos cuesta romperlas y entonces nos auto-convencemos de que no existen o de que no nos importa que existan.


Hay un tipo de esperanza —ha escrito Josef Pieper— que surge de la energía juvenil pero se agota con los años, al ir declinando la vida: el recuerdo se vuelve hacia el “ya no” en lugar de dirigirse hacia el “aún no”. Sin embargo, la verdadera esperanza otorga al hombre un “aún no” que triunfa sobre el declinar de las energías naturales. Da al hombre tanto futuro que el pasado aparece como “poco pasado”, por larga y rica que haya sido la vida. La esperanza es la fuerza del anhelo hacia un “aún no” que se dilata tanto más cuanto más cerca estamos de él. Por eso, la verdadera esperanza produce una eterna juventud. Comunica al hombre elasticidad y ligereza, suelta y tira al mismo tiempo, que es frescura propia de un corazón fuerte. Es una despreocupada y confiada valentía, que caracteriza y distingue al hombre de espíritu joven y lo hace un modelo tan atractivo.

La esperanza da una juventud que es inaccesible a la vejez y a la desilusión. Así, aunque día a día perdemos un poco la juventud natural, podemos día a día renovar nuestra juventud de espíritu. En vez de dar culto a la juventud del cuerpo, de modo exterior y forzado, y que además produce desesperanza al ver cómo se va marchando, se ponen a la vista las cimas más altas a las que se puede remontar la esperanza del hombre que rejuvenece día a día su espíritu.


Juan García Inza

1 comentario:

Anónimo dijo...

La verdad nos hará libres,Jsús nos dice" yo soy el camino la verdad y la vida". Descubramos a Jesús y nos encotraremos liberados de todas las estacas,cadenas y esclavitudes. El elfante, tiene memoria pero no tiene
Fe, es una parábola estupenda que
diferencia, nuestra inteligencia, racional, y la fe capaz de hacernos superar las barreras,
Elpidio