Ese difícil discernimiento del que hemos hablado, hace que la tolerancia
presente siempre un riesgo de aplicarse erróneamente, tanto por exceso como por
defecto.
Esta inevitable
ambivalencia, propia de todas las virtudes y valores morales, debe tenerse
siempre en cuenta, para no caer en ninguno de los dos extremos:
Tan erróneo sería
pasarse de intolerante como de tolerante.
—De todas formas,
supongo que es mejor pasarse de tolerante que de intolerante, digo yo.
En este punto
conviene precisar bien el sentido de las palabras, pues varía bastante si
hablamos de tolerancia en su sentido más específico (permitir un mal), o en
sentido amplio (respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los
demás).
Si te refieres a
que más vale tener mucho respeto y consideración hacia la libertad de los demás
que tener poco, es evidentemente así.
Pero si dices que
más vale pasarse permitiendo el mal que no permitiéndolo, no estaría ya tan
claro, pues
El laxismo
legislativo es tan indeseable como la hiperconstricción legal; y el
permisivismo, tanto como el autoritarismo.
Es necesario un
equilibrio entre ambos extremos erróneos. Si ser muy tolerante es poseer un
grado muy alto de discernimiento en cuanto a la tolerancia, estoy de acuerdo;
pero si ser muy tolerante es indiferencia ante el mal y el error que haya a
nuestro alrededor, no estoy de acuerdo.
La tolerancia del
mal no tiene por sí sola una calificación moral unívoca: habrá ocasiones en que
será lo más conveniente o necesario para evitar que se produzcan males mayores;
y habrá otras en que tolerar un mal equivaldrá a complicidad en ese mal y, por
tanto, será éticamente reprobable.
Alfonso Agulló
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