En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo. Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que Él está cerca, a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre».
Marcos 13, 24-32
Está finalizando el Año litúrgico, y el Evangelio de este domingo nos invita
a meditar sobre el fin de los tiempos, que coincidirá con el retorno glorioso de
Cristo y con el cumplimiento de la historia de la salvación. Las pruebas y los
sufrimientos de aquella hora serán la última llamada a la conversión para los
pecadores y la última purificación de los elegidos. Después de la gran
tribulación, seguirá la parusía del Hijo del hombre. Toda la historia
está orientada hacia esta parusía, y debe servir de preparación a la
venida gloriosa del Señor. Las imágenes cósmicas del sol que se oscurece, la
luna que deja de brillar y las estrellas que caen, quieren subrayar con un
lenguaje simbólico esta venida gloriosa en poder y majestad.
Una de las tentaciones del hombre moderno es la pretensión de conocer y controlar todas las realidades de la vida desde la racionalidad científica. El hombre de hoy se pregunta por el origen del universo y se plantea el fin del mundo. Son preguntas que también se hace todo creyente, pero el hombre de fe ha de superar esas pretensiones, y también las alarmas milenaristas que, de tanto en tanto, aparecen en la sociedad. Porque el futuro está en manos de Dios, y el cristiano ha de vivir el momento presente sin nostalgias del pasado ni agobios respecto al futuro. Sólo el Padre conoce el día y la hora. Mientras tanto, no caben curiosidades malsanas ni evasiones del compromiso de construir un mundo más humano y más cristiano según el plan de Dios.
La parábola de la higuera es una invitación a la vigilancia continua. Hay que mantener la esperanza, una esperanza sana y firme, viviendo el presente con actitud vigilante: como centinelas fieles que están siempre a punto esperando la llegada del Señor, porque su venida nos es desconocida. Nuestra vigilancia debe orientarse también a descubrir los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio. Así podremos captar cómo Dios va actuando en la Historia y, a la vez, viviremos con intensidad el tiempo que Dios nos concede y la relación con las personas que comparten nuestro camino.
Pidamos al Señor la gracia de ser auténticos mensajeros de esperanza en el mundo. Muchos de nuestros coetáneos la han perdido, sobre todo porque han dejado que se apagara la llama de la fe. Pero, a la vez, están buscando continuamente sentido a sus vidas, están sedientos de esperanza y se preguntan dónde la podrán encontrar. Pues bien, la gran esperanza no es una idea, o un sentimiento, o un valor, es una persona viva: Jesucristo. En Él podemos confiar, a Él podemos entregar nuestra vida, porque el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán.
Una de las tentaciones del hombre moderno es la pretensión de conocer y controlar todas las realidades de la vida desde la racionalidad científica. El hombre de hoy se pregunta por el origen del universo y se plantea el fin del mundo. Son preguntas que también se hace todo creyente, pero el hombre de fe ha de superar esas pretensiones, y también las alarmas milenaristas que, de tanto en tanto, aparecen en la sociedad. Porque el futuro está en manos de Dios, y el cristiano ha de vivir el momento presente sin nostalgias del pasado ni agobios respecto al futuro. Sólo el Padre conoce el día y la hora. Mientras tanto, no caben curiosidades malsanas ni evasiones del compromiso de construir un mundo más humano y más cristiano según el plan de Dios.
La parábola de la higuera es una invitación a la vigilancia continua. Hay que mantener la esperanza, una esperanza sana y firme, viviendo el presente con actitud vigilante: como centinelas fieles que están siempre a punto esperando la llegada del Señor, porque su venida nos es desconocida. Nuestra vigilancia debe orientarse también a descubrir los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio. Así podremos captar cómo Dios va actuando en la Historia y, a la vez, viviremos con intensidad el tiempo que Dios nos concede y la relación con las personas que comparten nuestro camino.
Pidamos al Señor la gracia de ser auténticos mensajeros de esperanza en el mundo. Muchos de nuestros coetáneos la han perdido, sobre todo porque han dejado que se apagara la llama de la fe. Pero, a la vez, están buscando continuamente sentido a sus vidas, están sedientos de esperanza y se preguntan dónde la podrán encontrar. Pues bien, la gran esperanza no es una idea, o un sentimiento, o un valor, es una persona viva: Jesucristo. En Él podemos confiar, a Él podemos entregar nuestra vida, porque el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán.
+ José Ángel Saiz Meneses
obispo de Tarrasa
obispo de Tarrasa
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