La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y reconstruida.
En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta pascual, la Pascua era el primer día del año, el día en que Israel había de ser nuevamente defendido contra la amenaza de la nada. La casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida, el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que permite vivir y guarda la creación. También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la ciudad de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación contra la noche del caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación.
Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. Hay aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también desde dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen. Tiene necesidad de volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua representaba este retorno anual de Israel, desde los peligros de aquel caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había fundado y que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel sabía que sobre él brillaba la estrella de la elección, era también consciente de que su buena o malaventura traería consecuencias para el mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el destino de la tierra y de la creación.
En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta pascual, la Pascua era el primer día del año, el día en que Israel había de ser nuevamente defendido contra la amenaza de la nada. La casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida, el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que permite vivir y guarda la creación. También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la ciudad de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación contra la noche del caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación.
Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. Hay aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también desde dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen. Tiene necesidad de volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua representaba este retorno anual de Israel, desde los peligros de aquel caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había fundado y que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel sabía que sobre él brillaba la estrella de la elección, era también consciente de que su buena o malaventura traería consecuencias para el mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el destino de la tierra y de la creación.
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Joseph Ratzinger
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