viernes, 9 de abril de 2010

¡¡ES EL SEÑOR!!


No se atrevían a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
¿Por qué tras la cruz de Cristo, el Resucitado no consigue que todo vaya de rositas? Porque, es obvio, no parece bastar con que él sea clavado en la cruz y traspasado por la lanza. No basta con que nosotros estemos, por fin, en la cercanía de esa cruz. También a su Iglesia la perseguirán, la calumniarán, la señalarán con dedo acusatorio, pensarán que los demonios están con ella. ¿Por qué, cuando parecía que el misterio de Iniquidad había sido vencido para siempre, nos topamos de nuevo con él una y otra vez? ¿No será que, finalmente, sea él quien haya salido vencedor de la lucha despiadada a que somete a Cristo y a su Iglesia? Consideramos cosa tan clara cómo, en-esperanza, éramos habitantes del cielo que sólo pensábamos en ese ser nuevo que se nos donaba como nuestro ser en plenitud. Mas parece que la Iglesia, y nosotros con ella, deberá ser crucificada también, calumniada, despreciada, odiada, acusada. Su sino no se realiza mejor que el de quien es su Señor. Parece que ella, y nosotros con ella, en su carne, debemos hacer nuestros los sufrimientos de su Señor. De nosotros quieren mártires.
Sí, todo esto es verdad, pero el Señor está con nosotros. Y nos prepara unas brasas con un pescado puesto encima, para que a la vuelta de la faena, cuando creíamos que nuestro trabajo era vano, saciemos nuestra hambre. Porque es él quien hace que nuestra pesca sea milagrosa. Cuando quiera. Tras una larga noche, larguísima quizá, de duro bregar. Cuando a él le parezca conveniente.
Pues vivir en-esperanza es vivir de la seguridad de que él siempre estará con nosotros, acompañándonos, dirigiendo nuestro pasos en su libertad, que se hace nuestra. Pero esta en-esperanza no es vivir de certezas y de seguridades, sino vivir en la confianza total en él y en su gracia. Aunque nosotros seamos todavía quienes somos, y ninguna otra cosa, pura flaqueza y fragilidad. No importa, todo es gracia. Porque nuestro ser nuevo se nos ha dado en la plenitud de lo en-esperanza. Porque todo es gracia, vivimos en la certeza de que, en-esperanza, resucitaremos con él. Que ya, en mitad de estos terribles vaivenes que nos asaltan, conmoviendo la hondura de nuestro ser, somos, sin embargo, habitantes del cielo. Lo expresa de modo genial la antigua homilía sobre el santo y grandioso sábado que leímos la mañana de hace seis días. Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. El Rey está durmiendo. La tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. «El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: ‘Mi Señor está con todos vosotros’. Y responde Cristo a Adán: ‘Y con tu espíritu’. Y tomándole de la mano, lo levanta, diciéndole: ‘Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo’».
Vivimos, sí, en-esperanza, es verdad, pero todavía debemos crecer hasta nuestro ser en plenitud. Somos ya habitantes del cielo, sí, es verdad, pero estamos aún en el acá. Encaramados en la cruz de Cristo. Y, por eso, nos llegan risotadas, salivazos e insultos de los que ven el espectáculo.

de Archimadrid

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