Londres 1741. Una noche como tantas: niebla, frío, escasos transeúntes paseando su historia por las calles, sin rumbo fijo. Un hombre de unos 60 años caminaba muy dificultosamente: era Jorge Federico Haendel que arrastraba aún las consecuencias de una hemorragia cerebral que le había paralizado el lado derecho. Su voluntad y las aguas termales de Aix-la-Chapelle le habían ayudado a recuperarse medianamente, hasta poder volver a su querido Londres.
Aunque nacido en Halle, el inmortal autor de «Jerjes» había triunfado en la ciudad de la niebla y en ella también había sido desplazado por las intrigas de ciertos cortesanos. Agitadores a sueldo interrumpieron sus óperas en varias ocasiones, haciéndole perder el favor de los reyes y del público, casos que se repiten, tristemente, en la vida de los grandes hombres. No obstante, su genio había triunfado de nuevo tras la enfermedad y las cuatro óperas que escribió en breve espacio de tiempo le granjearon el favor que le habían negado los soberanos.
Malos tiempos corrían para él, no obstante. Muerta la reina Catalina, se le había retirado su pensión de artista; los teatros estaban demasiado fríos para organizar veladas musicales y, para colmo de desdicha, su inspiración, antes genial, estaba agotada como un arroyo seco. «¿Por qué Dios me deja vivir si no puedo volver a crear?», se decía contemplando los oscuros muros de una iglesia. Creía transitoria su recuperación artística, y más que la muerte corporal temía la esterilidad para imaginar nuevas melodías.
Llegó a casa cansado, desmoralizado, y entró como un autómata.-¿Alguna novedad? -preguntó a su fiel criado.
-Sí, señor: un paquete que un tal Charles Jennens ha traído. Lo tiene encima de la mesa de su despacho.
-Gracias... ¿Jennens?... ¡Ah sí, ya recuerdo el poeta aficionado! Al abrir el paquete leyó con sorpresa el título de una obra: «Oratorio Sagrado» y hojeó, indiferente, sus páginas, hasta que topó con esta frase: «Fue despreciado y rechazado de los hombres». Sus ojos recuperaron la vivacidad y siguió leyendo, emocionado «El confió en Dios... Dios le dará reposo». Se sintió transfigurado: volvía a oír en su alma las melodías que las musas le habían negado.«Yo sé que mi Redentor ESTÁ VIVO. Regocíjate. ¡Aleluya!»
Arrancado por un súbito impulso fue hacia su despacho y empezó a escribir frenéticamente en el pentagrama. Continuó escribiendo horas y horas. De cuando en cuando se ponía de pie y dando grandes pasos por su aposento exclamaba alborozado: ¡Aleluya! ¡Aleluya!, mientras le caían abundantes las lágrimas.
Su criado estaba aturdido. Al llevarle el desayuno, ya al amanecer, encontró al maestro inclinado, como la noche anterior, escribiendo atropelladamente. Temía una posible pérdida de juicio. Veinticuatro horas duró esta labor agotadora. Apenas si descansó y comió.
Su único compañero fue un bien afinado clavicordio. Terminada la genial composición durmió más de 12 horas seguidas y al despertar despachó al médico que había sido llamado en previsión de un fatal desenlace. Sobre la mesa yacía el mejor Oratorio que conoce la historia de la música: «El Mesías». Es el tributo de un hombre que al ver a su Dios encarnado, muerto y resucitado, recobró la fe y la esperanza perdidas y en agradecimiento empleó en obras de caridad los beneficios íntegros que obtuvo con las representaciones de su Oratorio, estrenado en Dublín el 13 de abril de 1741 con el grandioso éxito que los ensayos permitían augurar.
De Dublín pasó a Londres, donde al ponerse en pie los reyes, y con ellos la concurrencia, al entonarse el coro del «Aleluya», se inauguró una costumbre que perdura hasta nuestros días. Poco después era conocido en toda Europa. El 6 de abril de 1759, dirigiendo una representación de «El Mesías», sufrió Jorge Federico Haendel un desvanecimiento y expiró poco después, dejando a la posteridad la memoria de una gran obra musical y una alentadora lección de esperanza.
Aunque nacido en Halle, el inmortal autor de «Jerjes» había triunfado en la ciudad de la niebla y en ella también había sido desplazado por las intrigas de ciertos cortesanos. Agitadores a sueldo interrumpieron sus óperas en varias ocasiones, haciéndole perder el favor de los reyes y del público, casos que se repiten, tristemente, en la vida de los grandes hombres. No obstante, su genio había triunfado de nuevo tras la enfermedad y las cuatro óperas que escribió en breve espacio de tiempo le granjearon el favor que le habían negado los soberanos.
Malos tiempos corrían para él, no obstante. Muerta la reina Catalina, se le había retirado su pensión de artista; los teatros estaban demasiado fríos para organizar veladas musicales y, para colmo de desdicha, su inspiración, antes genial, estaba agotada como un arroyo seco. «¿Por qué Dios me deja vivir si no puedo volver a crear?», se decía contemplando los oscuros muros de una iglesia. Creía transitoria su recuperación artística, y más que la muerte corporal temía la esterilidad para imaginar nuevas melodías.
Llegó a casa cansado, desmoralizado, y entró como un autómata.-¿Alguna novedad? -preguntó a su fiel criado.
-Sí, señor: un paquete que un tal Charles Jennens ha traído. Lo tiene encima de la mesa de su despacho.
-Gracias... ¿Jennens?... ¡Ah sí, ya recuerdo el poeta aficionado! Al abrir el paquete leyó con sorpresa el título de una obra: «Oratorio Sagrado» y hojeó, indiferente, sus páginas, hasta que topó con esta frase: «Fue despreciado y rechazado de los hombres». Sus ojos recuperaron la vivacidad y siguió leyendo, emocionado «El confió en Dios... Dios le dará reposo». Se sintió transfigurado: volvía a oír en su alma las melodías que las musas le habían negado.«Yo sé que mi Redentor ESTÁ VIVO. Regocíjate. ¡Aleluya!»
Arrancado por un súbito impulso fue hacia su despacho y empezó a escribir frenéticamente en el pentagrama. Continuó escribiendo horas y horas. De cuando en cuando se ponía de pie y dando grandes pasos por su aposento exclamaba alborozado: ¡Aleluya! ¡Aleluya!, mientras le caían abundantes las lágrimas.
Su criado estaba aturdido. Al llevarle el desayuno, ya al amanecer, encontró al maestro inclinado, como la noche anterior, escribiendo atropelladamente. Temía una posible pérdida de juicio. Veinticuatro horas duró esta labor agotadora. Apenas si descansó y comió.
Su único compañero fue un bien afinado clavicordio. Terminada la genial composición durmió más de 12 horas seguidas y al despertar despachó al médico que había sido llamado en previsión de un fatal desenlace. Sobre la mesa yacía el mejor Oratorio que conoce la historia de la música: «El Mesías». Es el tributo de un hombre que al ver a su Dios encarnado, muerto y resucitado, recobró la fe y la esperanza perdidas y en agradecimiento empleó en obras de caridad los beneficios íntegros que obtuvo con las representaciones de su Oratorio, estrenado en Dublín el 13 de abril de 1741 con el grandioso éxito que los ensayos permitían augurar.
De Dublín pasó a Londres, donde al ponerse en pie los reyes, y con ellos la concurrencia, al entonarse el coro del «Aleluya», se inauguró una costumbre que perdura hasta nuestros días. Poco después era conocido en toda Europa. El 6 de abril de 1759, dirigiendo una representación de «El Mesías», sufrió Jorge Federico Haendel un desvanecimiento y expiró poco después, dejando a la posteridad la memoria de una gran obra musical y una alentadora lección de esperanza.
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