domingo, 1 de febrero de 2015

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Evangelio

Llegó Jesús a Cafarnaúm y, cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar:
«¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios».
Jesús lo increpó:
«Cállate y sal de él».
El espíritu inmundo se retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos:
«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen».
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

Marcos 1, 21-28

Con autoridad

Hay crisis de autoridad. Una cosa es el poder y otra la autoridad. Naturalmente, no son contradictorios ni incompatibles, pero no son lo mismo. Quien tiene autoridad, tiene más que quien tiene sólo poder. La autoridad convence. El poder impone. La autoridad es la fuerza de la razón y de la sabiduría. El poder es capacidad de ejecución de lo bueno, pero también, acaso de lo malo. Para ser constructivo, el poder ha de ir acompañado de autoridad. La autoridad posee virtud propia; y, además, para el orden del mundo, es conveniente que disfrute de poder. Hay crisis de autoridad, porque, con cierta frecuencia, suplantada por el poder, éste pretende presentarse a sí mismo en el lugar de aquélla. Entonces, la sociedad se ve amenazada por el caos, al que conducen la corrupción y la injusticia.
Jesús enseñaba de un modo nuevo, pues –según dice el Evangelio– lo hacía con autoridad, no como los letrados, que solían enseñar en virtud del poder social del que disponían. El poder social y político es necesario para el orden de este mundo, pero, si no va acompañado y regido por la autoridad, se convierte él mismo en causa de desorden.
La autoridad de Jesús admiraba a sus oyentes. La gente quiere ser convencida, no le gusta la imposición ni la fuerza. Pero aquélla era una autoridad todavía más admirable, porque su virtud era verdaderamente sobrehumana. Era la autoridad de quien sólo con su palabra somete a las fuerzas del mal y, como sabemos bien, resucita a los muertos. La autoridad de quien perdona los pecados y da la vista a los ciegos. Era una autoridad divina. La de Jesús es la autoridad de la justicia y el amor de Dios. Pero es muy llamativo que Jesús les mande callar a los espíritus del mal precisamente cuando reconocen su autoridad divina y claman, ante todos, que Él es el Santo de Dios. ¿Es que no quiere ser conocido como tal? ¿O es un truco de los evangelistas –como suponen algunos intérpretes racionalistas– con el que tratarían de explicar el hecho, también llamativo, de que los que se admiran ahora de la autoridad de unas supuestas obras maravillosas de Jesús, acaben luego llevándolo a la cruz?
No. Se trata simplemente de poner de manifiesto un elemento fundamental de la autoridad divina, de la que Jesús está investido: la humildad y el despojo de sí mismo. Ahí radica precisamente la novedad de su enseñanza. Así se presenta en realidad el reino de Dios, de un modo inesperado tanto para los escribas como para el pueblo. El poder de ese Reino no es el de la ejecución por imposición, sino el poder del Amor omnipotente, que triunfa precisamente en el aparente fracaso de la Cruz. Ésa es la nueva enseñanza de Jesús, llena de autoridad: que el poder creador de cielo y tierra, el que nos libra del pecado y de la muerte, es el de un Crucificado. Sus paisanos de Cafarnaúm todavía no podían comprenderlo, no tenían aún la perspectiva adecuada de la Pascua.
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid


No hay comentarios.: