miércoles, 4 de febrero de 2015

"DOMANDO" A ESE EGO...

A veces me encuentro con personas que viven su vida con una flecha señalando hacia ellos mismos. Viven en una autorreferencia permanente. El mundo ha de girar siempre en torno a ellos.
 
Y, cuando el azar evita que ellos estén en el centro, se desconciertan. Vivir en segundo plano no parece ser para ellos tan deseable. Pueden caer en la vanidad de sentirse siempre los más importantes.
 
Son aquellos que quisieran ser el novio en la boda, el muerto en el entierro, el niño en el bautizo. Y si no es así, se alejan, se niegan a colaborar, buscan otro camino, no quieren ser segundos.
 
Son los que siempre buscan que los alienten y se olvidan de alentar a otros. Son los mismos que nos recuerdan que no desean la fama, mientras que, al mismo tiempo, la suplican con sus gestos.
 
Unas palabras de Santo Tomás de Aquino hoy me han dado que pensar: «No te aficiones a los vestidos y las riquezas, ya que se repartieron sus ropas. Ni a los honores, ya que Él experimentó las burlas y los azotes. Ni a las dignidades, ya que le pusieron una corona de espinas. Ni a los placeres, ya que para su sed le dieron vinagre». 
 
Jesús vivió así. Libre, despreocupado. Y nosotros, que seguimos sus pasos, queremos vivir de forma distinta.
 
A veces, esas personas centradas en sus deseos, desean tanto y con tanta fuerza, que viven centradas en lo que anhelan. Sus planes, sus pretensiones, sus sueños, sus estrategias, sus anhelos de futuro, sus proyectos, su horizonte.
 
Todo lo construyen en primera persona. En ocasiones algunas personas cercanas quedan fueran de sus planes. Pero ellos no se inmutan. Porque sus decisiones son lo primero. Son las que importan.
 
El mundo, o gira en torno a ellos, o no tiene sentido que gire para nadie más. Es ese yo enfermo que todos podemos alimentar sin darnos cuenta. La flecha vuelta sobre nosotros mismos. ¿Hacia dónde señala mi flecha?
 
El Papa Francisco hablaba de esta enfermedad de la referencia constante a uno mismo: «La enfermedad de la vanagloria. Pasa cuando la apariencia, los colores de las ropas y las insignias de honor se convierten en el principal objetivo de la vida. Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir una ‘mística’ falsa». 
 
Hacemos las cosas no por amor a Dios, sino por un amor enfermizo por nosotros mismos. Buscando puestos, cargos, reconocimiento. No nos gustan los segundos puestos. Ni pasar desapercibidos.
 
Las cosas son buenas o malas si lo son para nosotros mismos. Y tienen sentido y merecen la pena si nos traen algún beneficio. Y no importan tanto si no nos afectan.
 
Nos gustaría vivir como decía el Padre José Kentenich: «Que cuando estoy entregado a mí mismo, todo me impulse hacia Él. Que así como el pez vive en el agua, como el pájaro en el aire, mi alma quiera acercarse a Dios»[3]
 
Sí, es verdad, nos gustaría vivir descentrados y volcados en Dios. Pero no es tan sencillo. Es el camino de la santidad como decía Enrique Schaeffer, uno de los congregantes de Schoenstatt en 1939: 
 
«¿Quiero ser santo o no? Es tiempo de que superemos radicalmente nuestro egoísmo. Si tomo en serio la meta, me comprometo por entero. No puedo decir sí a una actividad vital mediocre y a la vez, decir sí al ideal. 
 
En todos los casos, radicalismo y decisión. Si tomamos en serio la meta tenemos que ofrecernos nosotros mismos. Debemos cortar las cadenas que nos atan a todo lo que nos aleja de Dios».
 
Cadenas, límites, mediocridad. Todo eso es un obstáculo en nuestro camino de santidad. Porque queremos ser santos.
 
Y santo es aquel que hace lo que Dios desea. Libre de apegos. Anclado en el mundo sobrenatural. Buscando el querer de Dios. Aunque a veces nos cueste distinguir bien sus deseos. O nos parezca que no nos habla.
 
Pero nosotros seguimos caminando en sus pasos y eso nos da paz.Ser santo es vivir enamorados. Encendidos en un fuego que nos llama a dar la vida.
 
Siempre pienso que el cristiano señala con su flecha a Jesús en los otros. No se señala a sí mismo. No vive buscando beneficios, sino haciendo el bien. No se obsesiona con lo que desea, sino que hace deseable la realidad con su amor, con su luz. Sí, así son los santos. Nos enseñan a vivir y a amar con libertad.

P. Carlos Padilla en aleteia

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