Sería interminable contar los
milagros que obró esta santa virgen Catalina. Conversiones, curaciones,
expulsiones de demonios, comida multiplicada, profecías. De todo esto existen
centenares de testimonios. Citemos alguno de los muchos que señala Raimundo para
disfrutar de su fe y de su estilo directo, atractivo e ingenuo. La verdad es que
sería mejor consultarlos en el propio libro.
Había en Siena un tal Andrea di
Naddino, hombre riquísimo pero envuelto en los máximos vicios y blasfemias. A
los cuarenta años hubo de meterse en cama afectado por una grave y repugnante
enfermedad, que no le sirvió nada más que para radicalizar su impenitencia. El
párroco fue a visitarlo y cada vez que lo hacía era rechazado con violencia
siguiendo el réprobo aferrado a su pecado contra el Espíritu Santo de modo que
caminaba derecho al infierno. Todo esto llegó a saberlo Fray Tomás, confesor de
la Virgen, y se lo comunicó a ella pidiéndole que hiciera una intercesión
urgente delante de Dios por tal desgraciado. Catalina se puso a orar
fervorosamente. El Señor le respondió que sus blasfemias habían colmado toda
medida: “Déjalo que se pierda, hija, porque es digno de la muerte eterna. A lo
que la santa respondió: “Señor, si te fijas en nuestras iniquidades quien podrá
escapar a la muerte eterna? ¿No has muerto tú también por él? Yo no te rezo para
que se cumpla la justicia sino para pedir misericordia. Devuélveme a mi hermano
que está hundido en el abismo de la obstinación”.
En el mismo instante el Señor se le
apareció a Andrea que estaba agonizando y le dijo: “¿Por qué, mi muy querido, no
quieres confesar las ofensas que me has hecho? Confiésalas todas porque estoy
dispuesto a perdonártelas generosamente”. Andrea se puso a gritar: “Llamad a un
sacerdote. El Señor me ha hablado con cariño”. Apenas confesado, con gran dolor
y arrepentimiento pasó a la otra vida.
Lo mismo le sucedió con dos
malhechores detenidos por la justicia y condenados a muerte, también grandes
blasfemos. Cuando les transportaban en la carreta hacia el patíbulo, Catalina
misma salió a la ventana de su casa y vio cómo les maltrataban los verdugos y
como blasfemaban ellos. Inmediatamente se puso a interceder y más cuando había
visto alrededor de los condenados una turba de demonios. Antes de atravesar las
puertas de la ciudad, el rayo de la luz divina penetró en sus corazones y
pidiendo repetidamente un confesor cambiaron las blasfemias por palabras de
alabanza.
Un último caso para no alargarme. Lo
cuenta muy en vivo Raimundo en el libro. “Vivía en Siena un cierto Francisco de
Tolomei el cual tenía de su mujer Rabe varios hijos. El mayor llamado Giácomo
llevaba una vida de perfidia. Campeón de la arrogancia y cruel como un veneno,
era feroz incluso para los amigos. Una de sus hermanas, Ghinoccia, era bastante
inclinada a los placeres del mundo. Había permanecido inocente más por el qué
dirán que por temor a Dios. Cultivaba, sin embargo, la vanidad y embellecía y
vestía su propio cuerpo de un modo descarado. Rabe, su madre, que era temerosa
de Dios, fue a visitar a la santa virgen y le rogó que se dignase hablar un poco
con sus hijas, en especial a Ghinoccia. Catalina aceptó feliz. Cristo se quedó
tan grabado en el alma de Ghinoccia que despreciando todas las vanidades del
mundo se afeitó el pelo, del que estaba muy orgullosa, y recibió con gran
devoción el hábito de mantelata de Santo Domingo. El resto de la vida lo pasó,
lo sé con certeza, entre meditaciones, santas plegarias y duras penitencias de
las cuales alguna vez tuve que llamarle la atención”.
Cuando llegó Giácomo de fuera y se
enteró de lo que había pasado con su hermana prometió con furia hacer cosas
terribles si no se quitaba el hábito. Rabe, la madre, intento calmar a su hijo
para que esperase al menos hasta el día siguiente. Catalina, enterada de todo y
puesta en oración, mandó que Fray Bartolomeo fuese a su casa. Sucedió la obra de
Dios. Sin saber nadie por qué, confesó con dolor sus muchos pecados. Para
utilizar, dice Raimundo familiarmente, el modo de hablar de Catalina, vomitó
todo el veneno que tenía en el alma. Cuando fueron a contarle a Catalina lo que
había pasado se adelantó ella a contarlo a los que la iban a
informar.
Vida
pública
En la actual Francia hay una ciudad que
se llama Aviñón que en tiempos de Catalina pertenecía a los estados pontificios.
El Papa Clemente V en 1309 traslada la sede papal de Roma a la ciudad de Aviñón,
un poco lejos pero dentro de su territorio. El traslado tuvo inicialmente un
carácter provisional motivado por la situación de inseguridad y caos en que se
encontraba Roma inmersa en luchas e intrigas políticas. Siete Papas, sin
embargo, se sucedieron en dicha ciudad hasta Gregorio XI (1370-1378) que decidió
trasladarse a Roma.
Aunque este Papa era francés y
todavía estaba bajo la fuerte influencia del rey francés, el conflicto creciente
entre facciones amistosas y hostiles al Papa suponía una amenaza para los
territorios pontificios y para la fidelidad de la propia Roma. Por eso pensó en
volver a Roma pero nunca lo llevaba a cabo. Los franceses no querían ni oír
hablar del traslado. Por otra parte en Italia todo iba también mal. El Papa
estableció un embargo a las exportaciones de grano durante una época de carestía
y peste que sentó muy mal. Varias ciudades que se vieron afectadas por el
embargo organizaron una liga contra el papado: Florencia, Milán, Bolonia, Perugia, Pisa, Lucca y Génova. El Papa reaccionó duramente con excomuniones e
interdictos.
Los florentinos enviaron una legación
al pontífice de Aviñón en busca de conciliación y en ella incluyeron como
pacificadora a Catalina de Siena cuya fama ya saltaba fronteras. Ella aceptó por
el inmenso deseo que tenía de que el Papa volviera a Roma con la condición de
que fuera acompañada por Fray Raimundo de Capua. Su intención más que la de
arreglar contiendas políticas era influir en la vuelta del Papa a Roma.
Partieron hacia finales de mayo de 1376.
El 20 de junio la santa se encontraba
en la sala de audiencias delante del trono pontificio. La conversación con el
Papa hubiera sido imposible sin intérprete porque él no entendía la amplia y
musical jerga sienense en boca de Catalina. Raimundo de Capua, siempre a
pespunte de la mantelata, resolvió la cuestión. Gregorio no estaba desprevenido
estaba bien informado de la pasión y amor por la Iglesia de Catalina. Vistas las
cartas esperaba un torrente y así fue. Tenía el fuego de la santa delante de él,
a sus pies, hablándole de la necesidad inminente de volver a Roma. Sentía el
encargo en su corazón de urgírselo al máximo.
El Papa Gregorio XI, era de aspecto
modesto y bajo de estatura. Revelaba alta alcurnia en sus gestos y en la
cortesía de los modos. No era cobarde ni irresoluto sino un hombre que le venían
anchas las grandes decisiones que le tocó tomar. Por eso siempre se movía con
suma cautela. Ya llevaban muchos años los Papas en Aviñón, lo que hacía que
Gregorio se viera atado de pies y manos para tomar una decisión. Sería una
exageración decir que muchos prelados de su entorno llevaban una vida disoluta,
pero algunos sí. Los apegos a las familias y ambientes eran muy fuertes. Toda
una serie de figuras femeninas, madres, hermanas, cuñadas, sobrinas protestaba y
desaconsejaba, y estaban luego las figuras de la culpa, es decir las amantes de
prelados y hasta de algún cardenal. ¿Cómo desarraigar a toda una corte,
franceses la mayoría, de este mundo agradable y refinado para llevarlos a una
lejana, desconocida e inhóspita Roma?
Las señoras de Aviñón se morían de
ganas de tratar con Catalina. Sus frecuentes éxtasis atraían su curiosidad hasta
el punto de pincharla en las carnes durante alguno de ellos para ver su
reacción. Una sobrina del Papa, Elisa de Turenne, le traspasó un pie con un
alfiler y Catalina ni se movió durante el éxtasis pero sí los días siguientes
que cojeaba ostensiblemente. El don sobrenatural que tenía la santa de leer en
los corazones le jugó alguna mala pasada a alguna de las señoras cotillas,
porque les descubrió su situación, cosa que también le sucedió con el mismo
Papa. El Papa indeciso no se acababa de aventurar. En una de las entrevistas
Catalina tuvo una palabra de conocimiento que fue decisiva. Le dijo al Papa:
“¿No recuerda su Santidad la promesa que le hizo al Señor cuando aún era
cardenal?” Había prometido efectivamente volver a llevar la sede de Pedro a la
ciudad eterna si salía elegido. Las palabras de Catalina le removieron la
conciencia y se dio cuenta de que el mismo Dios le estaba hablando. ¿Cómo iba a
saber esa joven italiana de sus confidencias espirituales ya hacía años?
Pese a todo el Papa no se decidía.
Las audiencias no eran fáciles de obtener ni siquiera para Catalina así que ella
le escribía cartas sintiendo el Santo Padre que un don sobrenatural le cercaba.
Catalina y su comitiva se marcharon de allí el 13 de septiembre. Ella sabía que
el Papa ya estaba decidido. Catalina se fue a pie. El mismo día, 13 de
septiembre, Gregorio XI se despidió de los cardenales, muchos de los cuales
quedaron llorando. El anciano padre del Papa, el conde Guillermo de Beaufort,
intentó hasta lo último retenerlo, echándose sobre el umbral de la puerta con
gestos extremados. El Pontífice saltó sobre él y con su cortejo se dirigió a
Marsella para embarcarse, mientras la ciudad de Aviñón quedaba hundida en la
desolación.
El viaje no fue nada bueno. Vientos
contrarios les obligaron a retroceder. Tanto fue, que al llegar a Génova después
de mil dificultades y con las noticias de que Roma estaba amotinada el Papa
celebró un gran consejo en el que la mayoría de los cardenales votaron por
volver a Aviñón. Lo que no sabía la mayoría es que Catalina estaba allí. El Papa
se trasladó de improviso al lugar donde residía Catalina. Fue sin
acompañamiento, de incognito, vestido como un sacerdote cualquiera. El coloquio
tuvo lugar en la estancia misma de la santa. Catalina, sofocada por la emoción,
se postró delante del Vicario de Cristo, él la levantó y se pusieron a hablar.
Lo hicieron hasta muy entrada la tarde. Los cardenales al día siguiente vieron
un Gregorio diverso, resuelto, sereno. Ordenó que las naves se dirigieran a
Roma. Al cabo de tres días llegaron al puerto de Ostia desde donde el Papa
cabalgando en una mula blanca, se dirigió a Roma con la mayor solemnidad. El
pueblo, apaciguado ya, le acogió con gran cariño y alborozo. Toda la noche fue
una fiesta y la Plaza de San Pedro refulgía con innumerables luces. Era el 17 de
Enero de 1317.
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