sábado, 23 de febrero de 2013

DOMINGO II DE CUARESMA

 
 
Evangelio

En aquel tiempo, Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras éstos se alejaban de Él, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía:
«Éste es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Lucas 9, 28b-36
 
 
La oración es ejercicio de elevación. Jesús toma a tres de sus discípulos y sube a lo alto de la montaña para orar. Allí se transfigura: su rostro cambia, los vestidos resplandecen. Moisés y Elías conversan con Él. Los discípulos se sienten vencidos por el sueño, pero alcanzan a ver la gloria divina. La belleza no se deja atrapar en tiendas hechas por manos humanas. Irrumpe entonces una nube que cubre y asusta, y desde ella resuena la voz del Padre. Queda solo Jesús. La experiencia lleva al silencio.
Al celebrar el segundo Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos invita a revivir el misterio de la Transfiguración como ejercicio para avanzar en el conocimiento de Cristo y poner nuestra vida en estado de oración. Ambas cosas son necesarias para llegar a la Pascua. Jesús introduce a algunos de los discípulos en su espacio de intimidad con el Padre. Allí les deja entrever el esplendor de su gloria. Hay que poner la mirada en el rostro, y no temer que el resplandor supere la capacidad de los sentidos. La humanidad visible del Hijo revela la verdad invisible de su divinidad. En el rostro del Hijo podemos contemplar al Padre. Junto a Jesús, Moisés y Elías conversan con Él de su éxodo (salida de este mundo). Para entrar con su humanidad en la gloria, es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. La muerte será vivida por Jesús como testimonio supremo de su amor al Padre. Un secreto designio de misericordia se revela en la montaña: la Ley y los Profetas habían anunciado los sufrimientos redentores del Mesías; ahora sabemos que el Mesías es el Hijo amado del Padre. La Cruz abrazada en obediencia no es la aceptación resignada de un fracaso, sino el triunfo del amor más grande. Por eso la visión de la gloria deja paso a la nube de una presencia que envuelve. Y así, sobre el monte «apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (santo Tomás de Aquino). La voz convierte la tiniebla en luz: Jesús, la Palabra hecha carne, es lámpara para nuestros pasos.
Poner nuestra vida en estado de oración es imprescindible para progresar en la conversión. El misterio de la Transfiguración, por revelar la verdad de Dios y su plan de salvación, es siempre escuela de oración. En ella descubrimos que la oración cristiana es participación por el Espíritu en la oración de Jesucristo al Padre; es contemplación del rostro del Hijo; es memoria de la promesa hecha al pueblo elegido; es reacción de amor que supera el entendimiento ante la belleza de Dios y de su acción salvadora; es sobresalto por una presencia que abraza y envuelve; es escucha de la voz del Padre; es quedarse a solas con el Hijo; es guardar silencio y volver de una manera nueva a la llanura de antes.
Para poner la vida en estado de oración, es necesario dejarse abrazar por la nube del Espíritu Santo, cuya presencia envuelve y orienta. A diferencia de la nube de la era digital, que almacena fragmentos de la vida, la nube del Espíritu recoge en unidad la vida fragmentada impregnándola de fe, como bien comentó san Ambrosio de Milán: «Es una nube luminosa que no daña con lluvias torrenciales ni con el aluvión de aguas que causan desperfectos; antes, por el contrario, su rocío, enviado por la voz del Dios omnipotente, impregna de fe las almas de los hombres».
 
+ José Rico Pavés
obispo auxiliar de Getafe

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