viernes, 27 de septiembre de 2013

PARA VIVIR DE VERDAD HAY QUE REZAR

          Me preguntas ¿por qué rezar? Te contesto, para vivir. Porque, en efecto, para vivir de verdad hay que rezar. ¿Por qué? Porque vivir significa amar. Una vida sin amor no es vida. Es soledad vacía, es cárcel y es tristeza. Sólo quien ama vive de verdad. Y solamente ama quien se siente amado, alcanzado y transformado por el amor. Así como la planta no puede florecer y dar sus frutos si no recibe los rayos del sol, también el corazón humano no puede abrirse a la vida verdadera y plena si no es alcanzado por el amor.
Ahora bien, el amor nace y vive del encuentro con el amor de Dios, el más grande y verdadero de todos los amores posibles; más aún: el amor que está más allá de cualquier definición que podamos dar y de todas nuestras posibilidades. Al rezar nos dejamos amar por Dios y nacemos al amor. Por lo tanto, quien ama vive en el tiempo y para la eternidad.
¿Y quién no reza? Quien no reza corre el riesgo de morir interiormente, porque tarde o temprano le faltará el aire para respirar, el calor para vivir, la luz para ver, el alimento para crecer y la alegría que da sentido a la existencia. Me dices: ¡pero yo no sé rezar! Me preguntas: ¿cómo se reza? Te contesto: empieza por darle algo de tu tiempo a Dios. Al comienzo, no importará que ese tiempo sea mucho, sino que tú se lo des con fidelidad. Fija tú mismo un tiempo para darle cada día al Señor, y dalo con fidelidad, cotidianamente, cuando lo sientas y cuando no. Busca un lugar tranquilo, donde si es posible haya algún signo que remita a la presencia de Dios. Medita en silencio, invoca al Espíritu Santo para que sea él quien diga en ti: "Abbá, Padre". Llévale a Dios tu corazón, aunque esté confuso. No tengas miedo de decirle todo: tus dificultades y tu dolor, tu pecado y tu incredulidad, y también tu rebelión y tu oposición, si así lo sientes. Abandonándolo todo en las manos de Dios. Recuerda que es Padre-Madre en el amor, que todo lo recibe, todo lo perdona, todo lo ilumina, todo lo salva. Escucha su silencio. No quieras recibir en seguida respuestas.
 
Persevera. Como el profeta Elías, camina en el desierto hacia el monte de Dios. Y cuando te hayas acercado a él, no lo busques en el viento, en el temblor o en el fuego, en signos de fuerza o de grandeza, sino en la voz sutil del silencio. No pretendas poseerlo, deja en cambio que pase por tu vida y por tu corazón, que toque tu alma y se deje contemplar por ti aunque sólo sea de espaldas. Escucha la voz de su silencio. Escucha su Palabra de vida. Abre la Biblia y medita con amor. Deja que la palabra de Jesús hable al corazón de tu corazón. Lee los salmos, donde encontrarás expresado todo lo que querrías decirle. Escucha a los apóstoles y a los profetas. Enamórate de la historia de los patriarcas, del pueblo elegido y de la iglesia naciente. Cuando hayas escuchado la Palabra de Dios, sigue caminando por los senderos del silencio, dejando que el Espíritu te una a Cristo, Palabra eterna del Padre. Al comienzo, te podrá parecer que el tiempo es demasiado.
 
Persevera con humildad, dándole a Dios todo el tiempo que logres darle, pero nunca menos de lo que estableciste poder darle cada día. Verás que, de cita en cita, tu fidelidad se verá premiada. Y advertirás que poco a poco crecerá en ti el gusto por la oración: lo que al inicio te parecía inalcanzable, se tornará cada vez más fácil y hermoso. Comprenderás que lo que cuenta no es obtener respuestas, sino ponerse a disposición de Dios. Y verás que todo lo que presentes en la oración poco a poco se irá transfigurando. Cuando vayas a rezar con el corazón agitado, si perseveras, advertirás que luego de haber rezado largamente no obtendrás respuestas a tus interrogantes, pero ellos se irán derritiendo como la escarcha ante el sol. Y en tu corazón irrumpirá una gran paz: la paz de estar en las manos de Dios y de dejarte conducir con docilidad por él hacia el lugar que te ha preparado. Entonces, tu corazón renovado podrá cantar el cántico nuevo, y el "Magnificat" de María estará espontáneamente en tus labios y será cantado por la silenciosa elocuencia de tus obras. Sin embargo, no faltarán momentos de dificultad. A veces no podrás acallar el ruido que te rodea y que está en ti; a veces sentirás el cansancio y hasta el desagrado de rezar; a veces tu sensibilidad preferirá cualquier otra cosa menos que estar en oración frente a Dios, como si ese fuera sólo "tiempo perdido".
 
Sentirás, finalmente, las tentaciones del Maligno, que tratará de separarte del Señor, de alejarte de la oración. No temas. Las mismas pruebas que tú vives las experimentaron antes los santos, a menudo mucho más abrumadoras. Persevera, resiste y recuerda que lo único que realmente podemos darle a Dios es la prueba de nuestra fidelidad. Con la perseverancia salvarás tu oración y tu vida. Llegará después la hora de la "noche oscura", cuando todo te parecerá árido o inclusive absurdo en las cosas de Dios. No temas. Ese es el momento en que Dios lucha junto a ti: remueve todo pecado en la confesión humilde y sincera de tus culpas y busca el perdón sacramental. Dale a Dios más de tu tiempo. Deja que la noche de los sentidos y del espíritu se convierta para ti en la hora de la participación en la pasión del Señor. En este punto Jesús mismo cargará con tu cruz y te conducirá consigo hacia la alegría de la Pascua. No te asombrará, entonces, descubrir como amable esa noche, ya que la verás transformada para ti en noche de amor, inundada por la alegría de la presencia del Amado. No tengas miedo, por tanto, de las pruebas y de las dificultades de la oración. Recuerda solamente que Dios es fiel y no permitirá nunca una prueba sin salida, no dejará nunca que seas tentado sin darte la fuerza para soportar y vencer. Déjate amar por Dios. Como una gota de agua que se evapora bajo los rayos del sol y sube para volver a la tierra como lluvia fecunda o rocío consolador, deja así que tu ser sea cincelado por Dios, plasmado por el amor de los Tres, absorbido y restituido a la historia como regalo fecundo. Deja que la oración haga crecer en ti la libertad de todo miedo, el valor y la audacia del amor, la fidelidad a las personas que Dios te ha confiado y a las situaciones en las que te ha puesto, sin buscar evasiones o consuelos mediocres.
 
Aprende, al rezar, a vivir la paciencia de esperar los tiempos de Dios, que no son los nuestros, y a seguir sus caminos, que a menudo tampoco son los nuestros. Un don especial, fruto de la fidelidad en la oración, será el amor por los demás y el sentido de Iglesia. Cuanto más reces, mayor misericordia sentirás por los demás, más querrás ayudar a quien sufre, más tendrás hambre y sed de justicia para con todos, especialmente con los más pobres y débiles, más te harás cargo del pecado de los otros para completar en ti lo que falta a la pasión de Cristo. Al rezar, sentirás qué bello es estar en la barca de Pedro, solidario, dócil, sostenido por la oración de todos, dispuesto a los demás con gratuidad, sin pedir nada a cambio. Al rezar sentirás crecer en ti la pasión por la unidad del cuerpo de Cristo y de toda la familia humana. Al rezar se aprende a rezar, y se gustan los frutos del espíritu que dan verdad y belleza a la vida. Al rezar, uno se transforma en amor; y la vida cobra el sentido y la hermosura que Dios ha querido. Al rezar se advierte la urgencia de llevar el Evangelio a todos, hasta los últimos confines de la tierra.
 
Al rezar se descubren los infinitos dones del Amado y se aprende a darle gracias por cada cosa. Al rezar se vive. Al rezar se ama, se alaba. Si tuviera, entonces, que desearte el regalo más preciado, si quisiera pedírselo a Dios para ti, no dudaría en solicitar el don de la oración. Se lo pido. Y tú no dudes en pedírselo a Dios para mí. Y para ti. Que la paz de Nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén contigo. Y tú en ellos, porque al rezar entrarás en el corazón de Dios, escondido con Cristo en él, envuelto en su amor eterno, fiel y siempre nuevo. Ya lo sabes, quien reza con Jesús y en él, quien reza a Jesús o al Padre o invoca su Espíritu, no le está rezando a un Dios genérico y lejano. Desde el Padre, por medio de Jesús, gracias al Espíritu, cada uno recibirá el don perfecto, el más oportuno, el que le ha sido preparado desde siempre. Es el regalo que nos espera. El regalo que te espera.
 
Bruno Forte

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