domingo, 29 de septiembre de 2013

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO

Evangelio
En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. Pero Abrahán le dijo: Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar no puedan hacerlo. Él dijo: Te ruego, entonces, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento. Abrahán le dijo: Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen. Pero él le dijo: No. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán. Abrahán le dijo: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto».

 
Lc 16, 19-31
 
Quien se cierra al amor del prójimo mientras está en este mundo se cierra al Amor de Dios para siempre. La enseñanza de Jesús sobre el peligro de las riquezas, iniciada en los pasajes evangélicos de los domingos precedentes, se amplía con la parábola del pobre Lázaro mostrando las consecuencias eternas de una vida temporal cerrada a las necesidades de nuestros semejantes. En el Evangelio de este domingo, Jesucristo sale a nuestro paso para abrirnos los ojos de la fe y ensanchar el horizonte de nuestro compromiso con palabras sobre la vida eterna. Nuestras acciones y omisiones de ahora condicionan ya nuestra felicidad del mañana. En la parábola del rico desconocido y del pobre Lázaro hay una advertencia sobre el daño que provocan las riquezas y una revelación sobre la suerte diferente que corresponderá tras la muerte a justos y pecadores. No se trata de enseñanzas separables: la advertencia tiene su fundamento en la Revelación. Una vez más, la certeza respecto al fin es determinante para caminar con orientación y esperanza.

Para captar la advertencia es importante detenerse en los detalles de la parábola. Del rico desconocemos el nombre. A los ojos del mundo, los poderosos y acomodados son conocidos y nombrados; a los ojos de Dios, el rico pierde el nombre. El Señor conoce a todos y a cada uno da la posibilidad de llegar a ser hijo suyo, pero quien ha hecho de las riquezas su propio dios, pierde el nombre, es decir, deja de escuchar al Señor que le llama. El pobre, ignorado por el rico y consolado por los perros que lamen sus llagas, es recibido en el seno de Abrahán con su nombre propio. Del rico simplemente se dice que banqueteaba a diario, mientras a su puerta yacía el pobre Lázaro. No se refieren de él crímenes ni delitos; su pecado consiste en la indiferencia hacia su prójimo. Mientras él derrocha en abundancia, el pobre padece hambre hasta la muerte. La distancia que el rico puso entre él y su prójimo mientras ambos vivían, se convierte en abismo insuperable cuando llega el momento de recibir justicia tras la muerte. Al rico egoísta e inmisericorde corresponderá sufrimiento sin posibilidad de consuelo; a quien padeció la injusticia de la indiferencia y de la miseria, tocará la paz en la compañía de los santos.

 El rico percibirá entonces su error, pero éste será ya irreparable.
Para dejarse iluminar por la Revelación hay que pasar de las imágenes a su significado. La tradición cristiana llamó seno de Abrahán al estado de los justos antes de la redención de Cristo. Los que fueron fieles al Señor durante su vida son acogidos por Él en la felicidad eterna; los que se obstinaron en cerrar su corazón a las necesidades de sus hermanos reciben justamente lo que ellos mismos eligieron: angustia sin consuelo porque no volverán nunca a amar. Lo que decide felicidad o desdicha eterna es la respuesta presente de misericordia o indiferencia ante los más necesitados.
Para cambiar de actitud ante los pobres no hay que esperar mensajes del más allá, o apariciones de difuntos; hay simplemente que escuchar la Palabra de Dios y llevarla a la práctica. El amor compasivo que el Señor pide practicar es también ejercicio de fe: reconocer a Cristo en el Lázaro que yace a nuestra puerta, sentarlo a la propia mesa, curar sus llagas y esperar un día ser recibido, con él, en el gozo eterno.


+ José Rico Pavés
obispo auxiliar de Getafe
 

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