sábado, 17 de marzo de 2012

IV DOMINGO DE CUARESMA

Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».
Juan 3, 14-21
 
Nicodemo era un fariseo honesto, que asombrado por los milagros de Jesús y consciente de que alguien que obra así, por fuerza, viene de parte de Dios, tiene un encuentro de noche con el Maestro. Jesús le recuerda el episodio de la serpiente de bronce que levanta Moisés en el desierto como estandarte para que pudieran sanar los israelitas aquejados por las picaduras de serpientes que les habían sido enviadas como castigo por sus quejas y murmuraciones. Pues bien, aquella serpiente de bronce fue como un signo que preanunciaba al Hijo del hombre, el Mesías Salvador, que ahora tiene que ser elevado en la cruz para que tenga vida eterna todo el que crea en Él. La cruz de Cristo es nuestra redención. La Cruz es la suprema manifestación de Dios, que es amor. Sin embargo, la cruz de Jesucristo es un gran misterio, locura y escándalo para algunos, sabiduría de Dios para los elegidos. Sólo desde la Revelación podemos adentrarnos en las claves de este gran misterio.
El sacrificio redentor de la Cruz sólo se puede entender desde esta manifestación de amor. La muerte de Jesús es sacrificio porque lo ha sido su vida entera, libremente entregada y sacrificada por y para los hombres. El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por muchos (véase Mc 10, 45). Su acto de dar la vida es la culminación de lo que ha sido su trayectoria vital: entregarse en totalidad a los demás. La Cruz es así el gesto supremo de servicio, gracia y donación: Yo doy mi vida... Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente (véase Jn 10, 17-18).
Desde la contemplación de la Cruz, percibimos el inmenso amor de Dios a todas las personas, de todos los lugares, de todos los tiempos. Un amor infinito que alcanza en la cruz su máxima realización: «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Ahí se encierra el misterio último de la Cruz: Dios dando la vida por sus amigos. Lo que da valor redentor a la crucifixión de Cristo no es el sufrimiento, sino el amor de Dios que no se detiene siquiera ante él. Lo que salva a la Humanidad es el amor infinito de Dios encarnado en esa muerte: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo» (Jn 3, 16).
No nos faltan problemas personales, familiares, laborales, sociales. Como los israelitas en el desierto, también nos impacientamos y protestamos. Pero, en este domingo cuarto de Cuaresma, es preciso hacer una parada en el camino para reflexionar sobre el amor inmenso de Dios, para contemplar a Cristo crucificado. No iría mal repetir el coloquio ante Jesús en cruz, que san Ignacio propone en los Ejercicios espirituales. Primero, contemplar al Señor en la cruz; y después, preguntarse: «Qué he hecho por Cristo; qué hago por Cristo; qué debo hacer por Cristo».
 
 
+ José Ángel Saiz Meneses
obispo de Tarrasa

No hay comentarios.: