“… Somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde”.
El resto del pueblo de Israel, deportado a Babilonia, en la experiencia desoladora del exilio, perseguido y acosado para conseguir que prevaricara y diera culto a otros dioses, ante la amenaza de muerte por la sentencia que había dictado el poderoso de este aquel mundo, gritó al cielo con humildad y confianza.
Es el momento de la purificación, de descubrir la autenticidad de nuestra profesión cristiana, en quién hemos puesto nuestra confianza. Sin duda que el recurso a la oración de súplica es una respuesta acertada para sostenernos fieles en la prueba. Ayuda, además, el mutuo conocimiento de los que se mantienen recios y firmes, pero deberemos estar siempre atentos para no convertir nuestra fe en ideología, y no caer en la trampa de enfrentarnos a la manera de los que no tienen el don de creer. Por el contrario, nuestra identidad debe emerger como testimonio de coherencia con el Evangelio, fortalecidos con la oración y la certeza del auxilio divino.
Oración-«Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abrahán, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas.
Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor.»
Jesús le contesta: -«No te digo hasta siete voces, sino hasta setenta veces siete. »
Angel Moreno de Buenafuente
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