domingo, 20 de marzo de 2011

DOMINGO II DE CUARESMA

Evangelio



En aquel tiempo, seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.


Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».


Mateo 17, 1-9




Comienza el texto evangélico de este domingo evocando algo que ha sucedido con anterioridad: seis días más tarde. ¿Más tarde de qué? Pues de un diálogo de Jesús con Pedro, en el que éste le muestra su disgusto al Maestro por haber dicho «que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Ante las palabras de Jesús a sus discípulos, Pedro interviene con una lógica esperada: ni él ni ninguno de los oyentes de Jesús podían entender que Jesús hablara de sufrimiento y de muerte. Eso no era lo que se esperaba del Mesías. Tampoco los discípulos saben qué es la Resurrección. Pues bien, este diálogo es quizás lo que explica el acontecimiento al que van a asistir Pedro, Santiago y Juan, la Transfiguración del Señor.



Se trata de un episodio que, por supuesto, no es una exhibición de Jesús ante los tres discípulos escogidos; es un acto de delicadeza con ellos y con nosotros. Jesús los quiere preparar para compartir con Él la muerte, y por eso quiere que Le vean en la gloria celeste mientras habla con personajes celestes, Moisés y Elías. Y, sobre todo, quiere decirle a Pedro y a todos nosotros que Dios es Dios, aunque camine en la paciencia, en la pobreza y en el sufrimiento; que Dios no será jamás un derrotado.


En la Transfiguración, Jesús, el que ha de sufrir y morir, resplandece con la gloria de Dios y se muestra como el rostro del Padre. Éste se hace presente en la nube luminosa. Y, desde ella, muestra a Jesús como su Hijo amado: «Éste es mi Hijo, el amado, en quien me complazco». Y termina diciéndoles a Pedro y a los otros discípulos: «Escuchadlo». Es así como Dios afirma que ya sólo habla al hombre a través de Jesús, que ya no manifiesta su voluntad por la Ley y los Profetas, aquí representados en Moisés y Elías. A partir de ahora, lo dicho en el pasado sólo es vinculante en la medida que sea confirmado por Jesús, pues en el Hijo se resume y se realiza toda la palabra de Dios contenida en las Escrituras. Se podría decir que el gran mandamiento: Escucha Israel, resuena a partir de esta manifestación de Dios de este modo: Escuchadle a Él, al Hijo.


Situados en la Cuaresma, la Transfiguración es también para nosotros un paso necesario. Si la semana pasada con el texto de las tentaciones nos acercábamos al abajamiento de Jesús en la lucha del desierto, en el de esta semana se pone delante de nuestros ojos su gloria, es decir, un anticipo de su resurrección. Nos preparamos así para participar en el misterio de la vida de Jesús, al que escuchamos y seguimos como Palabra viva de Dios. Con Él, no sólo podremos superar la prueba de vivir en la cruz de cada día, sino que también podremos participar en su luz, que en este episodio se nos ha dado a conocer con la belleza de la gloria de Dios. Porque, en efecto, la eternidad es bella; pero sólo la que Dios da. Los paraísos fabricados por la mano del hombre no podrán superar nunca la prueba de la exclamación de Pedro: «¡Qué bien se está aquí!»


+ Amadeo Rodríguez Magro


obispo de Plasencia

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