martes, 20 de julio de 2010

UN ESPÍRITU PACIFICADO


Cada vez que se cumple el aniversario de la muerte de Juan XXIII siento en mi alma una especie de regreso a la ternura. Quien me haya leído alguna vez sabe que el Papa Roncalli fue, para mí, además del sucesor de Pedro, el ser humano al que, después de mis padres y mis hermanos, más he querido en este mundo. ¡Ah, si yo tuviera la milésima parte de su corazón!

Y en estos días me he dado a mí mismo la gozada de volver a releer alguna de sus biografías y sus colecciones de cartas y escritos. Y en cada página me veía obligado a pensar: « ¡Ah, si la mayoría de los hombres pensase así, obrase así, amase así!» Y es que Juan XXIII, con esa asombrosa sencillez que penetró su vida, sigue siendo, para mí, uno de los mejores maestros del espíritu.

Hoy me he detenido en una página: la de su llegada a París en 1945. Acababa de terminar la guerra mundial y Francia estaba turbada, dividida. Muchos obispos y el nuncio anterior habían coqueteado con Vichy y muchas voces empujaban a De Gaulle a realizar una «limpia» en la jerarquía eclesiástica, que hubiera dividido, tal vez para decenios, a la Iglesia francesa. Y Roncalli llegaba allí con tanta fama de hombre bueno como de mediocre diplomático. El mismo, al recibir la noticia de su nombramiento, se había llenado de asombro al saberse elegido. Y había comentado ante sus amigos: «Se ve que cuando faltan caballos deben trotar los asnos.»

Y en París, ¿qué camino tomar? ¿Defender con uñas y dientes el prestigio de su predecesor en la nunciatura? ¿Ceder cobardemente? El mismo Roncalli nos contaría más tarde cuál fue su táctica y cómo consistió precisamente en no emplear táctica alguna:

«Tomé las cosas con calma; paso a paso, llegada tras llegada; negocios, recepciones, palabras, silencios, y después paciencia, espera tranquila y, sobre todo, continua irradiación de espíritu sereno, suave y, si se quiere, un poco sonriente sobre cuanto pasa ante mis ojos y es digno de admiración.»

¡Magnífica receta frente a los problemas! Receta que, de hecho, resolvió la mayoría de los que a Roncalli se le presentaron en París en aquellos años y que sería también definitiva si nosotros supiéramos aplicarla a la mayor parte de nuestras angustias.

Porque ¿quién no conoce momentos en que parece que el mundo se hunde sobre nuestras cabezas? ¿Y cuántas veces nuestros nervios no hacen, en esos momentos, más que multiplicar las heridas y acumular el vinagre? Si aplicásemos el «paso a paso, palabras, silencios, paciencia, espera tranquila», tendríamos en camino la mitad de las soluciones. Y mucho más si esa espera no es simplemente pasiva, sino que va acompañada por la «continua irradiación de espíritu sereno y suave» y si, incluso, eso se corona con un saber mirar «un poco sonrientes cuanto pasa antes nuestros ojos». Haciéndolo, habríamos comenzado por pacificarnos a nosotros mismos. Y con ello ya tendríamos la mitad de nuestro mundo pacificado.

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