Damos gracia a Dios porque sigue llamando y encontrando corazones generosos dispuestos a poner la mano en el arado y no mirar atrás.
Aquí os dejamos la homilía que D. Braulio pronunció el pasado domingo:
Mis queridos hermanos: pronto se cumplirán 40 años de la publicación de la Carta Pastoral de Don Marcelo, Cardenal-Arzobispo de Toledo, Un Seminario nuevo y libre (septiembre de 1973). Es un escrito valiente y que apostaba por un Seminario Diocesano que viviera la novedad del Concilio Vaticano II sin olvidar cuanto la Iglesia quiere sobre esta institución vital para la Iglesia de Toledo. Cuantos celebráis en estos días el aniversario de vuestra ordenación y los que hoy recibiréis las órdenes sagradas haced una memoria agradecida al Señor, que con la sabiduría y el gobierno de Don Marcelo habéis encontrado en nuestro Seminario el ámbito adecuado en el que ha crecido vuestra vocación para el ministerio sacerdotal. Yo también quiero con vosotros unirme a vuestra acción de gracias. Sabéis bien que una ordenación sacerdotal y diaconal es todo un acontecimiento de alegría y fiesta en una Iglesia diocesana. Es también vuestra fiesta, la de cada ordenando y su familia; la alegría del Seminario Mayor y del Menor; la alegría de las comunidades parroquiales; la alegría del presbiterio diocesano. Es mi alegría de Pastor de Toledo por tantas cosas. Quiero agradecer al Rector y su equipo de formadores tantos esfuerzos en la preparación de estos jóvenes. Sé que vosotros, padres de los ordenandos, habéis ofrecido vuestros hijos al Señor. No os arrepentiréis: ellos serán normalmente los que cuidarán mucho de vosotros. Hay que desterrar el tópico de que los padres pierden a los hijos que entran en el Seminario. No es verdad. Tenemos muchos ejemplos de ello.
Pero estos ordenandos estarán ávidos, tras escuchar la Palabra de Dios hoy tan espléndida, de oír lo que el Arzobispo diga el día de su ordenación. No es que yo piense que sea el más importante en esta celebración: lo decisivo es la acción del Espíritu Santo que, por Jesucristo, os conformará a Él como presbíteros y diáconos. Yo me limitaré a hacer algún comentario en lo que hoy se nos ha proclamado en la liturgia de la Palabra. Un primer dato interesante de la 1ª lectura es que el profeta Elías, perseguido, huye hacia el sur, pero reconfortado por el Señor, recibe de Él el encargo de elegir su sucesor. Su acción simbólica echando encima de Eliseo su manto invita a éste a continuar su misión, de modo que Eliseo responde sin vacilación; deja hasta lo más querido para ser fiel a la llamada de Elías, que es la del Señor, y lo sella todo con un sacrificio generoso.La rápida respuesta de Eliseo, su disponibilidad total es la que exige Jesús a los suyos, de los que le quieren seguir, esto es, de todos los cristianos. Tal disponibilidad da al profeta una total libertad para la misión confiada. El que es llamado, y los somos todos los cristianos, sabe que ante Dios todo cede. La prontitud de Eliseo, que deja los bueyes y corre tras Elías, nos está hablando de su sentimientos interiores que magníficamente quedan expresados en el salmo responsorial de hoy: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano (…); me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15). ¡Es un texto tan evocador para uno que va a recibir la ordenación sacramental! Nos recuerda a Cristo que nos ha llamado personalmente, y que hemos respondido a su invitación.
Sabido es que Jesús, al igual que san Juan Bautista y como solían hacer los rabinos de su tiempo, reunió en torno a sí un círculo de discípulos. Ahora bien, las diferencias que hay entre los rabinos y sus escolares y Jesús y sus discípulos son mucho mayores que sus semejanzas. Una de las características más llamativas del seguimiento de Jesús es el carácter absoluto de sus exigencias, conforme al mensaje del Reino. Jesús no quiere discípulos con el corazón dividido y menos entre los sacerdotes; los quiere convencidos de su absoluta novedad, y entregado a Él con todas las fuerzas de su corazón. Pues bien, son estas exigencias las que aparecen en el evangelio de hoy, en el que han reunidos tres episodios con un factor común. En el primero, alguien se ofrece entusiasmado a seguir a Jesús –eso es posible-, y éste le hace notar con realismo lapidario la dificultad de la empresa: el Hijo del Hombre lleva una vida de apátrida, y hasta los animales tienen un vivir más seguro que el suyo. Seguirle es participar en ese mismo destino. Hay que ser muy realista. Sólo tenemos seguro el amor de Cristo. Pero en el segundo episodio es el que más nos llama la atención. ¿No sobrepasan aquí las exigencias lo que humanamente puede pedirse? ¿No es, además, un deber de piedad filial el enterrar un padre? Es evidente, sin embargo, que Jesús no se caracterizaba precisamente por su falta de sensibilidad o su dureza de corazón. Lo que sucede es que tal vez entendemos aquí más de lo que dice el texto. “Ir a enterrar a mi padre” parece suponer que el padre del llamado estaba agonizando o recién muerto, de “cuerpo presente”, vamos. Pero probablemente el texto no dice eso.
Y lo decimos por la manera como los semitas utilizan corrientemente verbos como “ir, “levantarse”, “salir”, para decir simplemente que se hace una acción. Como cuando Jesús dice: “No me elegisteis vosotros, sino que os elegí yo y os puse para que vayáis y deis fruto”. ¿A dónde han de ir los Apóstoles? En tales casos, al traducir debe prescindirse del verbo “ir”. Diría, pues, nuestra frase, nuestra frase: “Deja primero que entierre a mi padre”. No es preciso, entonces, suponer que su padre está enfermo o muerto, sino que el llamado aplaza el seguimiento mientras vive su padre. Probablemente tampoco la sentencia de Jesús decía en un principio “deja que los muertos entierren a sus muertos”, sino “deja que los indecisos entierren a sus muertos”. En arameo, en efecto, muertos e indecisos son palabras sumamente parecidas y pudieron ser confundidas al traducirlas al griego. En cualquier caso, estamos ante una sentencia que quiere llamar la atención sobre la verdad que se quiere destacar. Esto mismo ocurre en la tercera respuesta de Jesús. Para comprenderla es útil conocer que el arado palestino, muy ligero, se maneja con una mano, que asegura su posición vertical, le da profundidad presionando, y le levanta al pasar entre piedras. La otra mano la necesita el labrador para estimular a los bueyes con una vara larga. Esta forma de arar exige habilidad y atención, ya que si el labrador se distrae, el nuevo surco se tuerce. La misma atención necesita el seguidor de Jesús; quien no es capaz de concentrar sus fuerzas en el Reino, no es digno de él.
No estoy, por supuesto, dando una clase de teología bíblica o haciendo gala de una erudición. Estoy intentando mostrar sencillamente que en este evangelio de Lc 9 el seguimiento de Jesús se entiende, por esas características, no en un sentido general, es decir, en cuanto que es camino común para encontrar al Señor. Se entiende en un sentido especial, restringido, que ya había diseñado el AT a propósito de Moisés y Elías: como seguimiento ministerial, seguimiento por encargo, un ser admitido, ser recibido, para una misión especial. Se alude, pues, a lo que más tarde fue llamado el sacerdocio de la Iglesia. Este evangelio nos habla a nosotros en esta hora de la ordenación, en la que podemos tener también presente la vasta multitud de los que oyeron y siguieron la llamada de Jesús. Es el seguimiento de Jesús refrendado por la imposición de manos del obispo que está en la cadena de la sucesión apostólica. Se narra en esta escena el encuentro de Jesús con tres hombres. En ellos y en sus respuestas se refleja lo que es el seguimiento, lo que significa el sacerdocio. Si Jesús rechaza al primero que quería seguirlo, esto significa que el sacerdocio no lo puede elegir nadie por su propia decisión. No es posible imaginarlo como un modo de conseguir seguridad en la vida, de ganarse el sustento, de obtener una cierta posición social; algo que proporcione seguridad, protección y cobijo, como un medio de organizar la vida. Jamás puede ser simple medio de asegurar la subsistencia, ni una simple elección personal. Nadie puede darse a sí mismo o por sí mismo el sacerdocio auténtico.
Tampoco puede aplazarse la hora, porque existe la hora de Jesucristo, el instante que no puede aplazarse, porque no se puede calcular y decir: “Sí, quiero, por supuesto, pero ahora me resulta demasiado peligroso. Todavía tengo que hacer esto o lo otro”. También el tercer hombre de esta escena quiere poner en orden los asuntos pendientes de su casa. Pide un poco de tiempo, pero también a él se le dice: “Te necesito enteramente”. Es que no hay sacerdocio a media jornada ni a medio corazón. Es algo que requiere al hombre que se entrega, y no sólo una parte de su tiempo o de sus bienes. Esto nos conduce de nuevo a Elías. El profeta dice a Eliseo, que quiere ser su sucesor, que pide una cosa difícil, pues ha de estar a su lado cuando sea llevado en el carro del fuego. Pues bien, lo que hemos oído en el evangelio acerca del seguimiento de Jesús también exige que tengamos el valor de estar cerca del fuego de Jesús, que ha venido para incendiar la tierra. Hay en Orígenes una sentencia atribuida a Jesús: “Quien está cerca de mí está cerca del fuego”. Esto es, quien no quiera ser quemado, debe alejarse de Él. En el sí al seguimiento se incluye el valor de dejarse abrasar por el fuego de la pasión de Jesucristo, que es también, al mismo tiempo, el fuego salvador del Espíritu Santo. Nos damos cuenta, hermanos, que hemos de orar con fuerza por estos ordenandos. Lo vamos a hacer enseguida, para que no sean tibios y tediosos, sino que traigan este fuego al mundo. En el fondo es anunciar la alegría. Por eso a los servidores del evangelio los llama san Pablo “servidores de vuestra alegría”. Los santos y, sobre todo, Santa María serán nuestros valedores.
X Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España
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