miércoles, 4 de julio de 2012

NUEVOS SACERDOTES Y DIÁCONOS EN NUESTRA DIÓCESIS



Recibieron las sagradas órdenes el pasado domingo y hoy reproducimos la homilía de D. Braulio Rodríguez, en la celebración.


Nos embarga una gran alegría: 8 diáconos serán ordenados presbíteros; también 8 seminaristas serán diáconos de Jesucristo. Todos al servicio de Pueblo de Dios y de sus comunidades cristianas. Es día de gozo profundo para los ordenandos, sus padres, hermanos y otras familias, a quienes saludo con afecto. También a sus parroquias de origen o las comunidades de consagrados de donde proceden. No olvidemos al Seminario Diocesano y las instituciones donde ellos se han formado. Gracias de corazón al equipo de formadores y profesores por vuestra tarea educativa con estos jóvenes. Vuestro quehacer es muy de elogiar; gracias también a los que habéis ido cuidando y siguiendo a estos ordenandos: sacerdotes y tantos fieles laicos y consagrados. Agradecemos igualmente a la Catedral y su Cabildo que siempre prepara con mimo esta celebración.
¿Por qué el hecho de ordenarse Diácono y Presbítero es tan importante y se le da este relieve, por encima tal vez de otros acontecimientos eclesiales? ¿Podría pensarse que estamos cayendo en un clericalismo intolerante, que nos hace pensar que la Iglesia jerárquica es lo único destacable? No quisiera yo que así fuera entendido… Soy muy consciente del valor que todo cristiano, sea lo que sea, tiene en la Iglesia. Recuerdo aquellas palabras de san Gregorio de Nisa (Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano): «Por lo cual, puesto que la bondad de nuestro Señor nos ha concedido una participación en el más grande, el más divino y el primero de todos los nombres, al honrarnos con el nombre de “cristianos”, derivado del de Cristo, es necesario que todos aquellos nombres que expresan el significado de esta palabra [Cristo] se vean reflejados también en nosotros, para que el nombre de «cristianos» no aparezca como una falsedad, sino que demos testimonio del mismo con nuestra vida».
No va, pues, por ahí la explicación del esplendor de este día. Conozco a tantos fieles laicos, hombres y mujeres, que enriquecen nuestras comunidades cristianas con su fe, la dedicación a su familia y su profesión, al trabajo apostólico; conozco la fuerza de su acción apostólica al interior de la comunidad cristiana y fuera de ella, luchando por la transformación de la sociedad según el designio de Dios; conozco su cercanía a los más pobres en la acción caritativa de la Iglesia, que no me permitiría yo ni pensar que sólo vale de veras en la Iglesia lo que hace la jerarquía de la misma. ¿Y qué decir de los religiosos y otros consagrados? Sin ellos la Iglesia perdería peso específico y nos faltaría los tesoros de la contemplación, de la vida comunitaria, de la entrega de por vida al amor de Jesucristo, de la gratuidad en las acciones eclesiales a favor de los pobres. ¿No son importantes hombres y mujeres consagrados, viviendo en pobreza, castidad y obediencia, cuyas vidas aprecian los demás cristianos?
La alegría de la Iglesia diocesana en este día es por otra razón más profunda: la presencia de Cristo en medio de su pueblo, y que sus palabras y hechos salvíficos a favor de la humanidad lleguen hasta nosotros, de modo que se pueda dar ese encuentro nuestro con Jesucristo, es posible en la Iglesia por los signos sacramentales, porque Él, el Señor, quiere que hombres de este Pueblo re-presenten constantemente al que es Cabeza de la Iglesia, su cuerpo. No se trata de exaltar a la persona del obispo, del sacerdote o del diácono, por ser escogidos por su valía, sino de dar gracias a Dios Padre porque esa re-presentación garantiza a todo el Cuerpo de Cristo, la Eucaristía y los otros Sacramentos; pero también el perdón, la presidencia de la comunidad, la comunión eclesial y el enlazar con la gran Tradición Cristiana que llega, por la sucesión apostólica, hasta Jesucristo.
De ahí la importancia que queremos dar a la pastoral familiar, porque en las “iglesias domésticas” es donde mejor se realiza la “Iniciación Cristiana”, donde pueden aparecer vocaciones al sacerdocio. De ahí el valor imprescindible del trabajo pastoral con niños, adolescentes y jóvenes que, en parroquias y movimientos apostólicos, permiten el conocimiento de Jesucristo, la vida de oración, la vivencia de los sacramentos y de la caridad, la justicia y la fraternidad, que haga posible que surjan vocaciones al sacerdocio, pero también a la vida religiosa y misionera, al matrimonio, a la vida laical y vigorosa, tan necesarias para la presencia pública de la Iglesia. Y está comprobado que cuando flojeamos en el acompañamiento a niños, adolescentes y jóvenes, inmediatamente hay menos vocaciones a todo, pero sobre todo al sacerdocio. Es un peligro real en nuestra Iglesia de Toledo.
La ausencia sensible de vocaciones al sacerdocio en tantos lugares de la Iglesia, también en España, supone un verdadero desequilibrio espiritual. Diócesis con uno, dos o con muy pocos seminaristas (en ocasiones, sin ninguno) paralizarán las comunidades y, además de tristeza, llevará consigo falta de iniciativa apostólica. Y es lógico, porque sin el sacerdocio ejercido por “hombres de este pueblo” que es la Iglesia, Cristo no puede proporcionar toda su gracia a la humanidad necesitada de Él.
¿No será esta apreciación minusvalorar a los demás cristianos? No. Lo digo convencido. Pero, ¿no será que, habiendo menos sacerdotes, por fin los fieles laicos ejercerán su tarea y ocuparán el lugar que les corresponde en la Iglesia, que impide tal vez ahora su clericalismo exagerado? No aceptemos ese pensamiento. Primero porque muchos y buenos laicos, responsables y ejerciendo su misión en el mundo y en la Iglesia, no tiene como consecuencia que tenga que haber menos sacerdotes; más bien al contrario: donde hay buenos sacerdotes el laicado católico y la vida consagrada es vigorosa y creciente. Es lógico, pues que el carisma de la vocación sacerdotal tiene unas características muy concretas: suscita los demás carismas y vocaciones en la Iglesia.
Pero ¿nos hemos olvidado de estos ordenandos? Sería una enorme desconsideración. Vosotros es bueno que veáis que ser sacerdote o diácono no es únicamente un privilegio, una hermosa llamada/vocación que habéis recibido de Cristo en la Iglesia. Es una enorme responsabilidad, pues es un seguimiento de Jesucristo cuyos contornos hemos descrito de algún modo antes. No os pertenecéis: habéis de aprender que sois para los demás y lo mismo vuestro sacerdocio. No sois un simple estamento. Os necesitamos para que, con otros cristianos, llevéis adelante una evangelización nueva haciendo posible una renovación de la Iniciación cristiana. Recordad lo que decía san Agustín en un sermón sobre la redditio symboli: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en la que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor (…) Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón» (San Agustín, sermón 215, 1)
Necesitamos vuestras personas para que, con la gracia del Espíritu Santo que hoy recibís, anunciéis que Dios en grande bueno, que no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes, que las criaturas del mundo son saludables, que es posible la fe y la esperanza, porque Dios creó al hombre para la inmortalidad, noticia que la envidia del diablo convierte en muerte. Necesitamos de vosotros para que con las palabras y los hechos de Jesús –el Evangelio- anunciéis la riqueza de nuestro Señor Jesucristo y animéis, como pastores a las comunidades a donde seáis enviados, a “ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud” (Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inicio del pontificado, 24 de abril de 2005).
Hay que decir a nuestros contemporáneos que, siendo verdad que Jesús no se ha mostrado indiferente ante la muerte, Él enseñó a dar la vida más que a temer la muerte, pues dijo: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28). La expresión «¡Levántate, despierta!» (“talitha qumi”) es la prueba de que la vida triunfa sobre la muerte. ¿Seréis capaces de decirles esto a jóvenes que no conocen a Cristo? El Señor os dará su fuerza. Cristo el Señor esté siempre con vosotros.
X Braulio Rodríguez Plaza

Arzobispo de Toledo
Primado de España

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