lunes, 23 de enero de 2012

COMENTARIO A LA LITURGIA DEL DÍA

Antiguamente muchas propiedades se conocían con el nombre del dueño. Aún quedan restos de aquella época en que las propiedades iban unidas a una persona. Sucedía también con las empresas, que se denominaban según el apellido del fundador o del propietario. Nuestra alma debería ser la casa de Dios. Jesucristo es el divino huésped que busca alojamiento en nuestro interior. Cuando Él está con nosotros podemos hablar de vida interior; si Él falta sólo encontramos vacío o algo peor. Dice el Pseudo Macario: “¡Hay de aquella casa en que fatalmente el maestro está ausente, en que el Señor está lejos! Está deteriorada, caída en ruinas, llena de manchas y de desorden. Ella se convierte, según la palabra de un profeta, en guarida de serpientes y de demonios”.

En mi infancia solía veranear en un pueblo, cada año más deshabitado y, sin embargo, para mi pequeña mente lleno de atractivos. Conforme se iban los aldeanos aumentaba mi interés porque eran más las casas abandonadas que iniciaban su proceso de derrumbe y se convertían en lugar privilegiado para los juegos. No hay pueblo de España en que alguna casa abandonada no se haya convertido, en la mente de los niños, en lugar habitado por fantasmas. Si donde no hay un hombre se derrumba el edificio, cuando falta Dios se estropea el alma.

En el Evangelio de hoy leemos como sus adversarios acusan a Jesús de expulsar demonios por arte de Belzebú. Jesús les responde señalando que si los demonios son expulsados es porque actúa en el nombre de Dios, porque “¿cómo va a echar Satanás a Satanás?”. Eso es evidente y sólo una cerrazón muy obtusa puede entender lo contrario. Son los prejuicios y la búsqueda de motivos para no creer. Sucedía entonces y sigue pasando ahora. Pero añade aún otra enseñanza que interpreto así.

Jesús expulsa demonios, es decir, libera al hombre de la esclavitud del pecado. Eso podían constatarlo hace dos mil años y continúa sucediendo por la acción de la Iglesia. Pero si eso no se reconoce, es más, si se niega entonces la situación de aquellas personas pasa a ser peor. Al no reconocer a quien los ha liberado, abren sus puertas para que el mal y el demonio vuelvan a apoderarse de sus almas. Es terrorífico observar como personas que han servido al Señor y experimentado su gracia por soberbia o abandono acaban siendo enconados enemigos suyos. Pasa por no querer estar con Jesús. Entonces, en vez de recoger se desparrama.

Al ser llamados a la vida de la gracia se nos invita a algo más que a una simple restauración de nuestro interior. Se nos llama a vivir en amistad con Jesucristo. En esa amistad consiste la vida cristiana, teniendo en cuenta que somos llevados a ella por la acción de la gracia. Si se abandona a Jesús, y nos quedamos con nuestras solas fuerzas, fácilmente caemos más bajo de donde habíamos sido rescatados. Y negar el poder de Cristo y ser pertinaces en el mal equivale a resistirse a la gracia del Espíritu Santo y, mientras se persiste en esa situación, no podemos ser personados.

Que la Virgen María, que levó a Jesús en su seno y lo concibió por la fe en el corazón, nos ayude a conservar una digna morada en nuestra alma para nuestro Salvador.

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