domingo, 6 de mayo de 2012

SAN JUAN ANTE PORTAM LATINAM

Ni la historia ni la hagiografía han estado acertadas al transmitirnos la efigie física y moral del apóstol San Juan. Nos han legado de él una imagen tierna y cromática, un santo imberbe, casi feminoide, cuando, en realidad, fue un carácter vigoroso y fuerte.

Aceptamos con facilidad que los demás apóstoles fuesen duros, podríamos decir que hasta broncos. La obra pedagógica de Jesús sólo penosamente logró limarlos, debiendo confiar al Espíritu la tarea de hacer de aquellos galileos ásperos unos instrumentos aptos para el apostolado. Pero con San Juan hacemos una excepción. Indefectiblemente le damos el calificativo del "discípulo amado", el que tuvo la dicha suprema de recostar su cabeza sobre el pecho del Señor en la última cena, y ya no pensamos en más, creyendo haber agotado su biografía y su psicología. De esta forma nos quedamos a la mitad del camino, no atisbando más que uno de los aspectos de su personalidad polifacética.

A Juan hay que asociarle con su hermano Santiago. juntos forman ambos un excelente binomio, son los "hijos del Zebedeo", los pescadores ribereños del Tiberíades, hechos a las faenas rudas de la pesca, a las tormentas del lago y a la exaltación religiosa.

Los hijos del Zebedeo tenían la conciencia de su propio valor. Su categoría social les colocaba en una situación desahogada, como patronos de una embarcación, con un negocio próspero, que consentía tener criados y todo. Trabajaban, sí, pero también mandaban, y además tenían ambiciones.

El Maestro conoció primero a Juan, que era discípulo del Bautista y esperaba confiadamente la "redención de Israel". Con mucha fe, con mucho ardor, pero con ideas un tanto confusas. Porque la predicación del Bautista, rígido y austero como un esenio, cubierto con una piel de camello y alimentándose de langostas y miel silvestre, arrebataba el entusiasmo de los aldeanos que rodeaban el Jordán. Ellos captaban con avidez sus palabras, mas lo único que percibían con claridad era que "el reino de Dios estaba próximo".

Aquel reino de Dios iba envuelto en conceptos mesiánicos, expresados con bellas imágenes de los antiguos profetas, donde era difícil separar la metáfora de la realidad. Así cada uno alimentaba en su interior un reino conforme a sus ideales. Juan, espíritu recto, soñaría con un reino religioso, sin duda alguna, donde el Mesías, Cordero de Dios, que iba a redimir a su pueblo, le devolvería la santidad que el pecado le arrebatara, pero donde hubiera a la vez cargos importantes, con responsabilidad, mando y honor.

Este dualismo en la psicología del apóstol perdura a lo largo de todo el Evangelio, si bien se hace mucho más acusado cuando se juntan ambos hermanos, Santiago y Juan. Entonces la unión hace la fuerza y se sienten doblemente atrevidos y audaces.

Juan fue con Andrés de los primeros entre los discípulos que tomaron contacto con Jesús. Con precisión encantadora, recordando, a pesar de los muchos años, hasta el instante del encuentro, nos ha legado Juan el relato de aquella primera entrevista:

"Al día siguiente, otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús que pasaba, y dijo, He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos que le oyeron siguieron a Jesús. Volvióse Jesús a ellos y, viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Dijéronle ellos: Rabbi, que quiere decir Maestro, ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y permanecieron con El aquel día. Era como la hora décima" (Jn. 1, 35-39).

Aquello no fue todavía la vocación al apostolado, aunque fue el encuentro providencial que determinó la suerte de sus vidas. Permaneciendo con Jesús "todo aquel día" quedaban maduros para la ulterior llamada.

Juan y Andrés fueron proselitistas. De Andrés sabemos que presentó a Jesús a su hermano Simón, el futuro Pedro. Juan hablaría de estas cosas con Santiago... Ya todo lo demás se desarrolló normalmente.

Pasando Jesús por la ribera del lago, mientras ellos remendaban sus redes, les invitó a seguirle: "Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres". Y ellos, generosos, dejándolo todo, le siguieron.

A Juan le encontramos en el Evangelio entre los íntimos del Maestro, formando con su hermano Santiago y con Simón Pedro el trío de confianza. Jesús les lleva a la resurrección de la hija de Jairo, a los resplandores de su transfiguración, a las congojas de su agonía en Getsemaní. Juntos los vemos también, aunque con algunos más, cuando la deliciosa aparición en el lago de Tiberíades.

Desde el primer momento, Cristo impuso a los dos hijos del Zebedeo el sobrenombre de Boanerges, "los hijos del trueno" (Mc. 3,17), porque eran súbitos como el rayo.

Alguna anécdota de este carácter impulsivo, que no conocía la ponderación, ha llegado hasta nosotros, como cuando quieren que descienda fuego del cielo sobre la aldea samaritana que se negó a recibirles al ir en peregrinación a Jerusalén. Jesús les reconviene dulcemente: "No sabéis de qué espíritu sois" (Lc. 9,55). También en otra ocasión el Maestro desaprueba la conducta de Juan, que había prohibido actuar a un exorcista espontáneo, que, sin ser de los doce, arrojaba los demonios en nombre de Jesús. "No se lo prohibáis —le dice—; quien no está contra vosotros trabajaba a favor vuestro" (Mc. 9,39).

Sin embargo, la escena que retrata al vivo las ambiciones de ambos hermanos es aquella en que interviene su madre para solicitar a favor de ellos los dos primeros puestos en el futuro reino.

Las circunstancias en que formula su petición no podían ser más inoportunas. La caravana apostólica marcha hacia Jerusalén para celebrar la Pascua, la última que Jesús comerá con los suyos, conforme acaba de manifestárselo con toda claridad, al predecirles que en ella tendrán cumplimiento los vaticinios referentes a su pasión y muerte. Y en ese instante es cuando se acerca Salomé adorándole y pidiéndole algo.

—¿Qué quieres? —le dice Jesús.

La madre contesta con decisión y sin rodeos:

—Di que estos dos hijos míos se sienten contigo en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

Jesús debió sonreírse ante tan extraña petición, formulada en el momento en que predice un reino levantado sobre una cruz. Pero comprendió que ni la madre ni los hijos estaban para reconvenciones. Optó por tentar su generosidad.

—No sabéis lo que pedís... Pero, en fin, ¿seréis capaces de beber el cáliz que yo tengo que beber?

Y aquí es donde se retratan los dos hermanos. Valientes, decididos, incontenibles, como cuando a la llamada del Maestro dejaron a su padre el Zebedeo en la nave con los criados, así ahora responden sin quedarles nada dentro, dispuestos a todo.

Tanto arrojo, que en otros labios hubiera sonado a bravuconería, debió agradar a Jesús, que les dijo

—Está bien. Mi cáliz lo habréis de beber; pero en cuanto a sentaros a mi derecha y a mi izquierda no corresponde a mí el dároslo, pues es cosa que tiene preparada mi Padre (Mt. 20,20-23).

Los demás condiscípulos, al ver las pretensiones de los Zebedeos y de su madre, se indignaron. No por verles privados de espíritu evangélico, sino porque también a ellos les tentaban iguales ambiciones, aunque les faltase el arrojo de los Hijos del Trueno para formularlas, y una madre con indiscutibles derechos para interceder. Porque Salomé había dejado marchar generosamente a sus hijos y, además, ella misma seguía a Jesús sirviéndole en su peregrinar.

Esta decisión de los dos hermanos es más intrépida en Juan, a pesar de ser el más joven. Jesús le escoge a él y a Pedro para misiones arriesgadas, como buscar el cenáculo de la Pascua, sin que trascienda el sitio a los restantes, y menos a Judas.

Emparejado a Pedro aparece asimismo en otros momentos solemnes, como en la hora de la cena, al inquirir, sin levantar sospechas, quién era el traidor. En aquella ocasión Juan se muestra mucho más prudente que el arrogante Pedro, y sabe reaccionar con cautela y eficiencia después del desconcierto del huerto, siguiendo decididamente a Jesús hasta la casa de Anás, donde no sólo entra él, por sus conocimientos con la familia del pontífice, sino que consigue paso libre para el mismo Pedro.

Al día siguiente, a la hora terrible de la crucifixión, sólo Juan persevera con las santas mujeres en el monte Calvario. El recogió las últimas palabras del Maestro, él se hizo cargo de su Madre desolada, él asistió al embalsamamiento de su cuerpo destrozado, cooperando a enterrarlo en el sepulcro nuevo de José de Arimatea. Sus retinas asombradas tomaron fielmente nota del trascendental acontecimiento, y como un notario levantó acta de todo el suceso: “El que lo vio da testimonio, y sabemos que su testimonio es verdadero" (Jn. 19,35).

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