domingo, 10 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO

Evangelio
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos que niegan la resurrección, y le preguntaron:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último, murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella».
Jesús les contestó:
«En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos».
 
Lucas 20, 27-38
 
Hay formas equivocadas de acercarse a Jesús. En no pocos pasajes de los evangelios se nos presenta a personas que acuden al encuentro de Cristo con intenciones torcidas. El Señor nunca rechaza a nadie: con sus palabras desenmascara el engaño de los diálogos fingidos; con sus gestos rodea siempre de misericordia a quienes le escuchan. Palabras y gestos reclaman la atención en la singular escuela del Corazón de Jesús. En el Evangelio de este domingo un grupo de saduceos, que niegan la resurrección, se acercan a Jesús para intentar cazarlo con una pregunta capciosa. Entre las agrupaciones judías en tiempos de Jesús, los saduceos se caracterizan por reducir las Escrituras a los cinco libros de la Ley (el Pentateuco) y por negar la fe en la resurrección. El caso inventado de la mujer de los siete maridos que fallecen es planteado por los saduceos a Jesús no con el deseo limpio de aclarar dudas legítimas, sino con la pretensión de ridiculizar una creencia y poner en apuros al Señor. Jesucristo no desaprovecha la ocasión y corrige con paciente misericordia a quienes le interpelan. Los saduceos capciosos reciben a cambio de su pregunta torcida una recta enseñanza sobre el modo auténtico de leer las Escrituras y sobre la vida eterna. Se equivocan al proponer con burla un tema que Jesucristo se toma muy en serio.

 Lo que está en juego no es la habilidad para escapar de una pregunta difícil, sino la verdad misma de Dios y el alcance de nuestra propia esperanza. Los saduceos creen conocer lo que Moisés dejó escrito, pero ignoran lo que Dios ha revelado de Sí mismo en las Escrituras. Al ignorar la Palabra de Dios, destruyen la esperanza. En las palabras de Jesús descubrimos, por el contrario, las certezas que sostienen la esperanza: disipa las dudas del engaño, revela la verdad de la condición humana y nos muestra el verdadero rostro de Dios.
El engaño juega con los sentimientos y se disfraza de inteligencia. En el caso que proponen los saduceos parece interesar la cuestión ineludible del alcance del amor que se profesan los esposos. Su comprensión del matrimonio, sin embargo, es sólo carnal. Con su respuesta, Jesús desvela que el amor que sostiene a los esposos en este mundo no puede fundarse sólo en el afecto de la carne. Jesús no afirma que los esposos, tras la resurrección, dejarán de amarse, sino que el deseo carnal desaparecerá. Los que sean dignos de la resurrección -dice el Señor- no se casarán, pues ya no pueden morir. El deseo perecedero dejará paso definitivamente al amor inmortal.

Jesús también revela que la última palabra de la condición humana no es la muerte. Hemos sido creados para la vida: no se equivoca nuestro entendimiento cuando desea conocer la verdad más allá de los límites que nos impone el tiempo; ni falla nuestra voluntad al querer abrazar un bien que nos supera; ni se confunden nuestros afectos cuando reclaman la belleza de una ternura que disipe nuestros miedos. Hemos sido creados para más. La vida eterna que Cristo nos promete responde a los anhelos más profundos del corazón humano. La salvación que Jesucristo nos alcanza no sólo es para el alma, sino también para el cuerpo. Al proclamar la fe en la resurrección, Jesús anuncia la derrota de la muerte, revela que Dios lo es de vivos y nos regala las certezas que sustentan nuestra esperanza.
 
+ José Rico Pavés
obispo auxiliar de Getafe

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