El comentario de hoy quizás sea difícil de
digerir para algunos. Hay unos niños que mueren en lugar de Cristo y la Iglesia
celebra su fiesta. Alguno podría pensar que la Iglesia los ha colocado en el
cielo para ahorrarse dar explicaciones, pero no es así. El Cardenal Newman
decía: “Todos los que se acercaron a Jesús han sufrido, más o menos, por el
mismo hecho del contacto, como si emanara de él una fuerza secreta que purifica
y santifica las almas por medio de las penas de este mundo. Este fue el caso de
los santos inocentes”.
Charles Péguy aún fue más lejos en su lectura del
evento. Dijo que Jesús permitió el martirio de los inocentes porque eran
compañeros suyos de generación (como de promoción en la escuela), y por eso los
asoció a su muerte cruenta. Ahora están en el cielo, y podemos imaginarlos como
hizo Aurelio Prudencio, jugando delante de Dios usando sus coronas como aros y
la palma del martirio como bastón para guiarlos. Santa Teresita, en unos versos
preciosos, titulados “A mis hermanos los santos inocentes”, los dibuja
estirándole las barbas a Dios Padre. Esas proyecciones de la vida de la gloria,
donde habrá muchos niños con una felicidad mayor a la que hoy les han robado, no
debe apartarnos del sentido de la fiesta. Celebramos que son mártires. Es decir,
que murieron por Cristo. Y su muerte provocó el llanto de sus madres. El
Evangelio de hoy no oculta la profundidad de ese dolor. Con palabras de Isaías
señala: “Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que
llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven”.
Me impresiona la presencia de estas palabras en
el Evangelio, porque evidencian que Dios no se toma a la ligera el dolor del
hombre. El sufrimiento no es algo que podamos obviar. Decir “ha
sucedido” y pasar página. Jesús, al entrar en el mundo, va a conocer lo más
oscuro de él y va a saborearlo hasta el fondo, apurando las heces del cáliz que
le es ofrecido. Él es el Inocente por excelencia, el que no cometió pecado y
cargó con las culpas de todos. Y permitió, en un misterio que nos desborda, que
unos niños sin culpa, en los albores de la infancia, fueran víctimas de la
crueldad de Herodes. Como dice san Agustín, “no fue la espada sino la causa”, la
que les confirió el martirio.
Me gusta pensar en lo que dice Péguy y también en
el hecho de que Jesús sigue siendo contemporáneo nuestro y que hay mucho dolor
que no sabemos explicar pero que está íntimamente unido al suyo. Decía Newman
“Cuando los acontecimientos nos acercan a Cristo, cuando sufrimos por
Cristo, lo tenemos que considerar como un inmerecido privilegio sea el que fuere
el sufrimiento, incluso cuando en un principio no somos conscientes de sufrir
por él”.
Y mientras meditamos en esta fiesta, nuestra
mirada se dirige espontáneamente al cielo, porque sabemos que aquellos niños,
que podían haber sido compañeros de juegos de Jesús, pero lo precedieron en la
muerte, no dejan de acompañar a todos los inocentes que hoy sufren.
Especialmente, lo sabemos, a los niños que no dejan nacer, a los pequeños que
son maltratados, a los amantes que el mundo odia pero que Jesús ama hasta el
punto de asociarlos a Él.
Y pensamos también en el corazón maternal de
María, al que debieron llegar los llantos de aquellas mujeres que habían perdido
a su Hijo y que ella miraría con una compasión hasta entonces desconocida. Y al
apretar a su Niño entre los brazos susurraría: “Cuando lo veáis clavado en
la cruz y resucitado lo entenderéis todo”. No temáis llorar, porque Dios
mismo será vuestro consuelo.
Comentario a la liturgia del día en www.archimadrid.org
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