sábado, 7 de mayo de 2011

DOMINGO III DE PASCUA

Evangelio
Aquel mismo día, dos discípulos iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando de lo sucedido, y Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación traéis?» Uno de ellos, Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único en Jerusalén que no sabes lo de Jesús el Nazareno, un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron? Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no encontrando su cuerpo, vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces Él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera y entrara así en su gloria?» Y les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y Él simuló seguir, pero ellos le apremiaron: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró. Sentado a la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció de su vista. Y se dijeron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?» Y, levantándose, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Lucas 24, 13-35
 
¡Qué hermoso es el camino que va de Jerusalén a Emaús! Y lo es porque se recorre con Cristo; porque sin Él sería un desastre, como lo son todos los caminos que tienen su punto de partida en el desencanto, en la pérdida de confianza, en la derrota, en el desamor, en la ofuscación del sentido, en el alejamiento de la fe... Cuando se sale de esta manera hacia cualquier parte, se llevan siempre en la cabeza y en el corazón las heridas de la derrota, los motivos para la huida, los argumentos para el abandono. Como les sucedía a los de Emaús, entonces todo parece haberse venido abajo: Nosotros esperábamos… Y a cualquiera que se nos ponga delante le soltamos una retahíla de razones por las que nuestra historia ha acabado mal.
Estando en esa situación, se les une un caminante que les escucha y comprende muy bien lo que les pasa. Con infinita condescendencia les desmonta no sólo su visión de los hechos, también les cambia el corazón, que según parece es lo que les fallaba: necesitan un corazón que pueda ver. Con las mismas Escrituras con que ellos argumentaban su desencanto, el caminante, aún irreconocible, les ofrece otra visión de los hechos: les enseña a descubrir que era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria. Para los de Emaús éste fue su primer paso para la fe: con el anuncio de la Resurrección que les hace el mismo Jesús, se abre el corazón de los discípulos: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Y la historia continúa con un gesto precioso, que es imprescindible como el primer paso para la fe: los dos discípulos no dejan que se marche su compañero y le invitan a quedarse, a sentarse con ellos a la mesa. ¡Cuántas veces encontramos a ese compañero de camino que nos habla, nos conmueve y, sin embargo, no damos el paso de sentarlo a la mesa de nuestra vida! Al contrario, torpemente dejamos que se marche. Y es probable que sea por eso que no sucede nada en nosotros.
 
Los de Emaús, sin embargo, lo retienen porque desean una relación mayor y más profunda con Él. Y como recompensa le reconocieron allí donde los cristianos reconocemos a Jesús: en el gesto que se repite una y otra vez en la Eucaristía, en el que Jesús (en la persona del sacerdote) toma el pan, pronuncia la bendición, lo parte y nos lo da. Por ese gesto a los discípulos se les abrieron los ojos. Y entonces Jesús desapareció.
Y cuando se les abre la vista interiormente, lo reconocieron desde dentro. Pero ya no estaba con ellos. Ahora hay que desandar el camino y volver al origen para encontrarlo. Los discípulos ya saben dónde está; hay que retornar a los Apóstoles. Es así como los de Emaús diseñan el camino de los que estén dispuestos a volver a la fe: dejarse acompañar por un testigo del Señor; escuchar en su compañía las Escrituras, pues en ellas se conoce a Jesús; reconocer y adorar al Señor resucitado en la Eucaristía; reencontrase con la fe en la Iglesia apostólica que vive del Resucitado.
+ Amadeo Rodríguez Magro,
Obispo de Plasencia

1 comentario:

gosspi dijo...

Hay que desandar el camino para volver al origen...eso es exactamente como yo lo veo.....Jesus se encontró conmigo y me retiene, y me retiene cada vez con mayor fuerza.....una maravilla de Encuentro...me lleva a la Cruz y El la hace Gloriosa, un sitio de descanso y gozo inefable. Un abrazo Balbi