Después del aperitivo de la semana pasada, hoy volvemos a tomar contacto con el Beato Rafael. Esta vez será para acercarnos a su infancia.
Abril, 9 de 1911, Rafael brota como flor primaveral en Burgos. Primogénito de cuatro hermanos, sus padres, don Rafael Arnáiz Sánchez de la Campa, ingeniero de montes, y doña Mercedes Barón Torres, pertenecían a una familia de clase acomodada.
Nada novedoso ocurrió en su infancia. A los nueve años ingresó en el colegio de la Merced, regentado por padres de la Compañía de Jesús. En su alma angelical depositaron los hijos de san Ignacio gérmenes de aquella profunda espiritualidad que fructificaría con los años hasta llegar a un grado eminente.
Nunca padeció quebrantos de salud hasta 1920 en que se le declaró una pleuresía que le obligó a dejar el colegio. Una vez restablecido, sus padres le llevaron a Zaragoza para dar gracias y ofrecérselo a la Virgen del Pilar. No sabemos las impresiones experimentadas en aquel primer contacto de Rafael con la Virgen, tan maternal como se muestra en aquella basílica mariana. Podemos deducir algo de las palabras de su madre: "La Virgen se fijó en aquella alma inocente con singular predilección, porque si antes lo era, a partir de aquella visita al Pilar, se manifestó devoto ardentísimo de María y sus ojos se iluminaban cada vez que hablaba u oía hablar de Ella". Coincide su hermano Luis Fernando asegurando que fue su padre quien hizo "el ofrecimiento de su hijo a la Santísima Virgen del Pilar, empezando ya la Señora - como Rafael la llamaba- a protegerlo bajo su santo manto".
Ciertamente, Rafael llegó a ser uno de los más finos amantes que ha tenido la Señora, de tal manera que cuando escribe sobre ella lo hace con delicadeza, profundidad y ternura admirables hasta el punto de que sus palabras son un eco de las enseñanzas brotadas de la pluma de san Bernardo, en cuya orden encontró no sólo camino seguro de salvación, sino, escenario adecuado para escalar las metas más encumbradas de la santidad.
Aquellas primeras sonrisas prodigadas por la Virgen a su fidelísimo siervo, llegarían a desarrollarse con el tiempo en unas experiencias marianas que tuvo el acierto de depositar en sus escritos.
Nada novedoso ocurrió en su infancia. A los nueve años ingresó en el colegio de la Merced, regentado por padres de la Compañía de Jesús. En su alma angelical depositaron los hijos de san Ignacio gérmenes de aquella profunda espiritualidad que fructificaría con los años hasta llegar a un grado eminente.
Nunca padeció quebrantos de salud hasta 1920 en que se le declaró una pleuresía que le obligó a dejar el colegio. Una vez restablecido, sus padres le llevaron a Zaragoza para dar gracias y ofrecérselo a la Virgen del Pilar. No sabemos las impresiones experimentadas en aquel primer contacto de Rafael con la Virgen, tan maternal como se muestra en aquella basílica mariana. Podemos deducir algo de las palabras de su madre: "La Virgen se fijó en aquella alma inocente con singular predilección, porque si antes lo era, a partir de aquella visita al Pilar, se manifestó devoto ardentísimo de María y sus ojos se iluminaban cada vez que hablaba u oía hablar de Ella". Coincide su hermano Luis Fernando asegurando que fue su padre quien hizo "el ofrecimiento de su hijo a la Santísima Virgen del Pilar, empezando ya la Señora - como Rafael la llamaba- a protegerlo bajo su santo manto".
Ciertamente, Rafael llegó a ser uno de los más finos amantes que ha tenido la Señora, de tal manera que cuando escribe sobre ella lo hace con delicadeza, profundidad y ternura admirables hasta el punto de que sus palabras son un eco de las enseñanzas brotadas de la pluma de san Bernardo, en cuya orden encontró no sólo camino seguro de salvación, sino, escenario adecuado para escalar las metas más encumbradas de la santidad.
Aquellas primeras sonrisas prodigadas por la Virgen a su fidelísimo siervo, llegarían a desarrollarse con el tiempo en unas experiencias marianas que tuvo el acierto de depositar en sus escritos.
En la Basílica de la Anunciación de Nazaret, Benedicto XVI ha celebrado las Vísperas exhortando a todos los cristianos a tener el valor de ser fieles a Cristo y permanecer en Tierra Santa, la tierra que Él santificó con su presencia. En su discurso el Santo Padre ha recordado que como María, los cristianos tienen “un papel que jugar en el plan divino de la salvación, llevando a Cristo en el mundo, dando testimonio de Él y difundiendo su mensaje de paz y unidad”.
“Por esto –ha exhortado el Papa- es esencial que estén unidos entre ustedes, de modo que la Iglesia en la Tierra Santa pueda ser claramente reconocida como un signo y un instrumento de comunión con Dios y de unidad con todo el género humano”.
En este sentido el Pontífice ha señalado que la unidad de los cristianos “en la fe, en la esperanza y en el amor es un fruto del Espíritu Santo que habita en ustedes y les hace capaces de ser instrumentos eficaces de la paz de Dios, ayudándolos a construir una genuina reconciliación entre los diversos pueblos que reconocen a Abrahám como su padre en la fe”.
Recordando que en el Estado de Israel y en los Territorios Palestinos los cristianos son una minoría de la población, y que tal vez “parezca que su voz cuenta poco” porque muchos cristianos han emigrado, en la esperanza de contar en otros lugares mayor seguridad y mejores perspectivas, el Papa ha evocado la situación de la joven virgen María, que llevó una vida escondida en Nazareth, con pocas cosas del ambiente cotidiano en cuanto a la riqueza y a la influencia mundana: “¡Tomemos fuerza del cántico de María, que dentro de poco cantaremos en unión con la entera Iglesia de Todo el mundo!”
Sobre el misterio de la esperanza ofrecido por María en la Anunciación, Benedicto XVI ha invitado a reflexionar con “la esperanza que Dios continuará conduciendo nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar los objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos desafía a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos hace nuevos, que nos hace una sola cosa con Él y nos llena de su vida”.
El Papa rezó ayer por la paz en Nazareth, cogido de la mano de un rabino y de un imán de Galilea, mientras otro rabino entonaba Shalom, Salam (paz en hebreo y en árabe)
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