Hoy celebramos la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.
Traemos esta reflexión en este día, en el que encomendamos especialmente a los sacerdotes de nuestra Parroquia y a todos los sacerdotes de la Iglesia.
"Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros".
Aquella cena pascual no era una más. Posiblemente quienes se ocuparon de preparar lo necesario para aquella cena lo harían con un especial esmero, el propio de esas circunstancias festivas, considerando además la presencia del Maestro, pero en modo alguno podían imaginar los sentimientos del corazón de Jesús y lo que significaba y supondría aquella cena pascual. Ardientemente, dice Jesús. Y parece querer expresar un deseo desmedido y por largo tiempo esperado. De hecho, para eso, para lo que iba a tener lugar en aquel atardecer había venido al mundo.
En este texto de san Lucas que hoy consideramos, en la Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, está todo. Aquí se contiene nuestra grandeza, lo que solemos llamar dignidad humana, que es en Dios y por divina voluntad. Y no es la de Jesús una mera ilusión divina, incierta o más o menos difícil de garantizar; algo deseable, bueno sin duda, pero que no se llega a querer con todas las fuerzas. Jesús esperaba aquella cena con un deseo divino apasionado; ardiente e impaciente, podríamos decir.
El cuerpo y la sangre del Señor son entregados por nosotros: siguiendo la literalidad de este pasaje del Evangelio de san Lucas, "por vosotros": los apóstoles que escuchaban a Jesús en aquel momento. Aunque otras veces y en los otros Evangelios quede claro el destino universal de la Salvación. Por consiguiente, por voluntad de Dios –vale la pena insistir en ello–, Jesucristo se entrega por los hombres: tal es el valor que tenemos ante los ojos de Dios. Se paga por los hombres el mayor precio posible. Y no es menos significativo que sea Dios, sabiduría infinita, quien paga ese precio. Por poderosas que parezcan las razones que nos llevan a ensalzar nuestra categoría humana, por encima de todo lo demás que contemplamos, no dejarán de ser argumentos nuestros y valoraciones "de tejas abajo". La categoría y dignidad del hombre la ha valorado Dios, que nos ha hecho hijos suyos por Jesucristo.
En este texto de san Lucas que hoy consideramos, en la Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, está todo. Aquí se contiene nuestra grandeza, lo que solemos llamar dignidad humana, que es en Dios y por divina voluntad. Y no es la de Jesús una mera ilusión divina, incierta o más o menos difícil de garantizar; algo deseable, bueno sin duda, pero que no se llega a querer con todas las fuerzas. Jesús esperaba aquella cena con un deseo divino apasionado; ardiente e impaciente, podríamos decir.
El cuerpo y la sangre del Señor son entregados por nosotros: siguiendo la literalidad de este pasaje del Evangelio de san Lucas, "por vosotros": los apóstoles que escuchaban a Jesús en aquel momento. Aunque otras veces y en los otros Evangelios quede claro el destino universal de la Salvación. Por consiguiente, por voluntad de Dios –vale la pena insistir en ello–, Jesucristo se entrega por los hombres: tal es el valor que tenemos ante los ojos de Dios. Se paga por los hombres el mayor precio posible. Y no es menos significativo que sea Dios, sabiduría infinita, quien paga ese precio. Por poderosas que parezcan las razones que nos llevan a ensalzar nuestra categoría humana, por encima de todo lo demás que contemplamos, no dejarán de ser argumentos nuestros y valoraciones "de tejas abajo". La categoría y dignidad del hombre la ha valorado Dios, que nos ha hecho hijos suyos por Jesucristo.
Extraído de fluvium
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