sábado, 20 de junio de 2009

QUERIDOS POR UNA MADRE (INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA)



Dios Nuestro Señor nos quiere persuadir, con estas palabras de Jesucristo que hoy consideramos, que nadie profesa un amor mayor por nosotros que Él mismo: Dios, Creador de cuanto existe y Padre nuestro, ha querido amarnos a cada uno con un amor singular. En consecuencia, podemos andar tranquilos en la vida, por grandes que nos puedan parecer nuestros problemas. ¡Cómo debe ser de serena y apacible nuestra existencia! Posiblemente ante la admiración de muchos que, extrañados de nuestro tono habitualmente contento y optimista, no lleguen a entender que podamos vivir felices, con nuestras deficiencias y dificultades, patentes en ocasiones, como si fuéramos los más afortunados de la tierra.
"¿Como si fuéramos los más afortunados?", piensan tal vez algunos con cierto desden, y nos tienen por ingenuos. Pero es la verdad. Y todo hombre, de modo particular todo cristiano, se puede sentir "el más afortunado del mundo". Basta, para ello, que reconsidere la realidad tan básica en la que se sostiene su condición de cristiano: ¡que somos hijos de Dios!
Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna.
Así se expresa san Josemaría, con ese optimismo envidiable que repartió por todo el mundo. "Hijos de Dios": convencidos de poseer, en nuestra filiación divina, la mayor riqueza imaginable. Pero no como quien tiene algo valioso, que será siempre, queramos o no, externo a quien lo posee. El hijo de Dios es grandioso, inmensamente afortunado, aunque no tenga nada. Tiene justos motivos para sentirse feliz, incluso en las peores condiciones humanas, porque él mismo, en su condición personal más íntima, ha sido constituido en hijo del Señor de cielos y tierra, destinado a la eternidad: a una vida de indescriptible amor. Una vida que ya saborea, que ya pregusta en los días de este mundo, con sólo vivir ahora como hijo de Dios. Y esta experiencia es lo que le confirma cada día que es verdaderamente afortunado.
Celebramos hoy en la Iglesia el Inmaculado Corazón de María. Vendría a ser –se puede pensar– el origen del amor perfecto. La fuente inagotable del amor más generoso y más dichoso en el amor. María siempre quiere bien y del todo. Todo lo entrega en favor de su amor.Y su amor es Dios y los hombres, por voluntad de Dios. Y es, por su parentesco con la Trinidad, Omnipotencia Suplicante: Virgen Poderosa, la proclama la liturgia de la Iglesia. ¿Lo consideramos a menudo? Para llenarnos de deseos de imitarla, amando a Dios con toda la fuerza del corazón nuestro, amando a los demás; para sentirnos amados por ese corazón humano de mujer, de Madre, que es un modo, que se nos hace especialmente próximo, de gozar del amor de Dios.
La Iglesia la proclama, de modo insistente, Reina. Como queriendo señalar que es la Señora de la creación: Reina de cielos y tierra. Con todo el señorío, por voluntad de Dios, sobre las cosas y circunstancias de la existencia. Y ahí estamos cada uno: pequeños, niños con nuestra Madre del Cielo, que nos cuida, nos protege y nos enseña, del mejor, modo a caminar hasta la eternidad en Dios. No se le escapa ningún detalle del mundo ni ninguna circunstancia de sus hijos a nuestra Reina y Madre de misericordia. ¿No nos llena de paz y de contento que nuestra Madre del Cielo sea Señora de nuestra vida? En toda situación, con su dominio, podemos caminar hacia Dios, podemos amarle en todo momento y circunstancia de la vida. No hay, con Ella, momentos malos, que todos sirven para amar a Dios y ser felices. Pues no se olvida, siendo verdadera Madre, de nuestro contento, como las madres de la tierra que son felices con la alegría de sus hijos.
¿Vivimos junto a Santa María? El hijo de Dios, consciente de su valor y condición, no puede olvidar que nuestro Padre del Cielo ha querido, como manifestación particular de ternura con sus hijos, que tengamos el cariño eficaz de la misma madre de su Hijo. Nuestra santidad no puede ser sin María, como hijos pequeños que debemos ser. La santidad, que en ocasiones se nos puede presentar como una empresa gigantesca e inabarcable, se hace con Ella algo posible y fácil:
Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús.
Así lo ve san Josemaría: María el recurso infalible que nos hace santos, seriamente decididos a cumplir lo que espera el Señor en su servicio. Pidamos para todos los fieles de nuestra Iglesia un confiado amor a la Santísima Virgen. Ella, como Madre, siempre se excede otorgándonos mucho más de lo que pedimos. ¡Hagamos la prueba del amor a María! De modo particular si nos sentimos más atribulados, como le hemos en Camino:
¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha.

No hay comentarios.: