viernes, 12 de junio de 2009

RAFAEL Y SU VOCACIÓN


No cabe duda: Rafael está muy contento en Madrid haciendo su vida de estudiante y conociendo mundo. Es el mundo de la España de los años treinta, de la efervescencia de la II República y, ¡cómo no! del “progreso” (¿os suena?). También él parece que llegó a “adorar” un poco las nuevas posibilidades que le ofrecía la vida moderna. En aquellos tiempos, tenía con frecuencia ¡un coche! a su disposición y fijáos con que sencillez escribirá años más tarde confesando su pequeña “idolatría”:
“Yo también alguna vez allá en el mundo, corría por las carreteras de España, ilusionado de poner el marcador del automóvil a 120 kilómetros por hora... ¡Qué estupidez! Cuando me di cuenta de que el horizonte se me acababa, sufrí la decepción del que goza la libertad de la tierra..., pues la tierra es pequeña y, además, se acaba con rapidez” ("Libertad", 15 de diciembre de 1936, de Mi Cuaderno, en: Obras Completas 802).
En fin, que cuando llega la hora de pedir el ingreso en el monasterio, Rafael está tan contento de la vida, que le podrá escribir al Abad diciéndole que él no se hace monje porque la vida le ofrezca poco; le confiesa más bien con sinceridad y desparpajo que lo tiene todo:
“...no me mueve para hacer este cambio de vida, ni tristezas, ni sufrimientos, ni desilusiones y desengaños del mundo... Lo que éste me puede dar, lo tengo todo. Dios en su infinita bondad, me ha regalado en la vida, mucho más de lo que merezco... Por tanto, mi reverendo Padre, si me recibe en la comunidad con sus hijos, tenga la seguridad de que recibe solamente un corazón muy alegre y con mucho amor a Dios” (Carta a Don Félix Alonso García, Ávila, 19 de noviembre de 1933, en Obras Completas 81).
2. Total: que Rafael conoce la vida y está contento con ella. Sin embargo, hay algo que le inquieta profundamente en aquella sociedad tan satisfecha de sí misma, en la que a él le tocó vivir, y tan parecida a la nuestra de hoy. Aquel hombre joven, de alma de artista, dotado para el dibujo, para la pintura, para la música, para la pluma, para el volante, etc. sentía una llamada desde el fondo de todo eso y más allá de todo ello hacia un Amor indescriptible que le arrastra irresistiblemente hacia sí. Rafael echaba de menos un mundo más capaz de abrirse a Dios y menos cerrado en sí mismo y en sus conquistas. No se explica cómo es posible que los hombres vivan tan absortos con las cosas que ellos hacen y tan olvidados de aquel Amor que no pasa, del que provienen el ser y la vida. En definitiva, un corazón joven que no se conforma con las cosas de este mundo, por más hermosas e interesantes que sean. Lo eran, de hecho, para Rafael, pero no eran bastante.
Rafael era, por tanto, sensible al gran problema de nuestro tiempo, que es el olvido de Dios que la gente sufre con tanta frecuencia a causa de una visión de la vida centrada simplemente en lo que el ser humano puede conseguir o cree que puede conseguir. La tragedia de la vida moderna, que impide a los hombres “ver a Dios” y los hace esclavos del llamado “progreso”, la expresó un día Rafael con una especie de parábola que dice así:
“Yo me imagino a toda la humanidad en un gran valle..., inmenso y lleno de sol. Todos los hombres están en él; van y vienen, se mueven y gritan... Dios está en lo alto de una montaña desde donde se domina el valle, que es más inmenso que el mar... Los hombres y mujeres que están en él ven la cima del monte donde está Dios, pero a Él no le ven...
De la inmensa muchedumbre, que es toda la humanidad, llega hasta la cumbre del monte donde está Dios un clamor como un trueno... Son las conversaciones de los hombres, su música mezclada a gritos de combate, ayes de dolor y de alegría, retumbar de tambores, pitidos de fábricas, motores eléctricos, gritos de las plazas y de los circos, millones y millones de discusiones, conversaciones, conferencias, cines y teatros; todo ese griterío capaz de enloquecer a quien no fuese Dios, llega hasta la cumbre del monte..., pero allí se para; Dios no lo oye. Todo ese ruido lo desdeña, le ofende y no lo oye... Entonces ¿qué escucha? ¿Por qué Dios no barre de un soplo toda esa muchedumbre de gente, que no hace más que un ruido insoportable?... Parece que a Dios algo le detiene... Algo escucha complacido. ¿Es un murmullo? No... apenas se oye... Entonces, ¿qué es?...
Nos ponemos a mirar detenidamente a los hombres del valle y vemos que algunos no gritan, no discuten, no corren ni pegan martillazos... ¿Qué hacen? Parece que no hacen nada... Están en silencio y de rodillas... Los demás los miran y se extrañan; les estorban algunas veces en su camino, y o se burlan de ellos o los quitan de enmedio... Pero ellos siguen en silencio y siguen de rodillas... Entonces vamos a ellos y les preguntamos, ¿qué hacéis? ¿Por qué no [os] unís a nosotros, en el progreso, en la civilización?... Y entonces ellos nos dicen: Calla, hermano, no metas ruido, que estoy hablando a Dios...” ("Apología del trapense", septiembre de 1934, en: Obras Completas 271).
El “progreso” sin Dios es “ruido” que aturde, no a Dios, sino a los hombres. En cambio, algunos que parece que no hacen nada, por estar de rodillas y en silencio ante Él, son precisamente quienes se hacen clarividentes y tienen la clave del futuro de la Humanidad. Por aquellos mismos días, Rafael hacía en Oviedo una experiencia que él cuenta así:
“Cuando salí de la iglesia, era de noche. No quise dirigir mis pasos al centro de la ciudad, y me encaminé a los barrios extremos... En ellos se ve lo de siempre: pobreza material y moral... Las casas, sucias y negras, dejaban ver de vez en cuando el interior mal alumbrado de las habitaciones, olor a polvo y humedad; mujeres desgreñadas chillando a los chiquillos que juegan en el arroyo... Las calles mal alumbradas y sucias; los comercios se reducen a casas donde se vende nada más que lo indispensable..., pan y alpargatas. De vez en cuando, una taberna de la que se desprende un olor a tabaco, a vino y a comida barata. Todo esto debajo de un cielo encapotado y sin estrellas...
Esto es el pueblo, el pueblo pobre, donde el hambre es una cosa corriente, y a donde los habitantes del centro de la ciudad, no quieren venir, porque la miseria les molesta. Allí hay comercios de lujo, las casas tienen un portero y ascensor; hay anuncios luminosos en los teatros, y los coches brillantes y limpios se pueden deslizar por el asfalto sin llenarse de barro y sin tropezar con chiquillos que juegan en el arroyo.
Y, sin embargo, tanto los pobres como los ricos son hijos de Dios, todos tienen las mismas miserias y los mismos pecados..., pero algún día, cuando Dios juzgue, ¡qué sorpresas nos vamos a llevar!! La desesperación del que tiene hambre se puede justificar, pero el egoísmo del que tiene dinero, y los pobres le molestan, eso no tiene perdón.
Si a Dios le olvidan los de arriba, ¿por qué nos extrañamos que se rebelen los que están abajo?... No hay que ir al pobre a predicarle paciencia y resignación, sino que hay que ir al rico y decirle, que si no es justo y no da lo que tiene, la ira de Dios caerá sobre él.
Al ir caminando por estos barrios, muchos pensamientos me asaltaban de indignación y de vergüenza. Cuanto más se le destierre a Dios de la sociedad, habrá más miseria, y si en un pueblo que se llama cristiano, las criaturas se odian por razón de castas, de intereses, y se separan en barrios ricos y pobres, ¿qué pasará el día que el nombre de Dios sea maldecido por unos y por otros?... Si al pobre le quitan la idea de Dios, ya no le queda nada; su desesperación es justificable, su odio a los ricos es natural, su deseo de revolución y anarquía es lógico; y si al rico la idea de Dios le estorba, y no hace caso de los preceptos del evangelio y las enseñanzas de Jesús..., entonces que no se queje, y si su egoísmo le impide acercarse al pobre, no se extrañe que éste pretenda arrebatarle a la fuerza lo que tiene.
Al ver la sociedad tal como está hoy día, ¿quién es el cristiano que no le duele el alma, el verla en tal estado?... Cuando pienso que todos los conflictos sociales, todas las diferencias se allanarían si mirásemos un poco hacia ese Dios que tan abandonado estaba en la iglesia que yo acababa de visitar... Cuando pienso, al ver el espectáculo que presentan los hombres, que los odios y las envidias, los egoísmos y las mentiras, desaparecerían si mirásemos a Dios... Cuando veo tan fácil la solución para que los hombres sean felices, pero éstos, ciegos o locos no lo quieren ver..., entonces no puedo menos de exclamar: Señor..., Señor, mira a tu pueblo que sufre... Los hombres no son malos, Señor..., pero si Tú les abandonas, ¿quién podrá, Señor, subsistir?... ¿Qué podemos hacer nosotros solos? Nada; absolutamente nada... Si Tú apartases tu mirada del mundo por un solo instante, el mundo se hundiría en el «caos»... Perdónanos, Señor.” ("Apología del trapense", en Obras Completas 267-269).
Pocos días después de que Rafael hubiera escrito estas reflexiones, Oviedo fue arrasada por la revolución de octubre de 1934, preludio de la Guerra Civil española y, también, de la Segunda Guerra Mundial. Adorar el “progreso”, sea del tipo que fuere: material o cultural, de un signo político o de otro, es ponerse en el camino del fracaso y de la catástrofe. Rafael se percató bien de ello. Y se hizo el propósito firme de no adorar más que al Creador de todos.


Catequesis para jóvenes Mons. Martínez Camino.

J.M.J Colonia

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