"Un niño soñaba con la luna. Se despertaba y miraba por la ventana esperando verla entre las nubes. Al fin, un día, lo lograba. Era redonda y grande, luminosa, perfecta. Soñaba con tocarla, con tenerla. Esa luna daba luz a su vida. Y él sonreía. Este niño dormía soñando, vivía soñando. Anhelaba esa luna que daba luz a sus noches.
Pero pasaron los días y la luna menguaba. Cada día un poco más pequeña. Él tuvo miedo. No quería quedarse sin su sueño, sin su luz, sin su esperanza. Soñaba. Una niña se acercó y miró su sueño. Lo vio sumergido en el aire, tembloroso, callado. El niño temblaba.
Cogió con sus manos de niña llenas de ternura ese inmenso sueño. La luna seguía menguando. Cada día un poco más pequeña. El niño sufría y la niña también sufría con el niño. Decidió entonces soñar con el niño.Llegó el día en el que casi no se veía la luna en el cielo. Era sólo una sombra fugaz de lo que fue. Temblaron.
Sólo había estrellas. Sólo el recuerdo pálido de lo que fue una luna. Lloraban. Se abrazaron tiernamente. Eran dos niños sin luna. Entonces ella, al oído, le susurró un deseo. Le dijo: - Soñemos más fuerte, con toda el alma. Ya verás, lo lograremos, no temas. Tendrás tu luna.
Y entonces los dos soñaron fuerte. Cada día con más fuerza, con más alma, con más corazón. Y la luna, cada noche, cansada del día, iba engordando. Parecía como si el sueño de dos niños le diera un poco de vida. Cada día era más luna y menos sombra. Cada día más luz y menos noche.
Hasta que un día, conmovidos, asombrados, miraron la luna llena por la ventana. Era una luna plena, entera, llena de luz. Sonrieron. Había luz. Rieron con esa risa fácil de los niños, a carcajadas. Sin temor a la vida. Felices, tocando las estrellas.
Los sueños que se sueñan juntos tienen más fuerza, logran lo imposible. Y descansaron felices. Saboreando los sueños".
Me gustó el niño de la luna. Me gustó la ingenuidad de los niños que sueñan con lo eterno. Tal vez como nosotros. La vida, las desilusiones, los tropiezos, nos hacen desconfiar. Miramos nuestra vida y pensamos que los sueños no son posibles. Nos conformamos con lo que hemos logrado, con lo que hay.
No creemos en los milagros de Nochebuena. No creemos en el poder salvador de un niño que nace en Belén. Oculto en un establo. Cubierto por unos pocos pañales y una montaña inmensa de ternura. Queremos aprender a ser como niños. A soñar con lo que Dios puede hacer con nosotros. Parece sencillo. No es tan sencillo.
Decía el Padre José Kentenich: "No hay mayor felicidad para el hombre de hoy que la recuperación del sentir de niño frente a Dios y no hay misión más grande en estos tiempos que la de reconquistar para la humanidad el perdido sentir de niño"[1].
Parece sencillo, pero no lo es. El mundo de hoy necesita niños. Corazones de niños. El otro día leía: "Vivimos en una sociedad donde mentir se volvió rutina, traicionar en monotonía y ser hipócrita es la ropa de hoy en día".
Necesitamos que haya más niños. Niños que no vivan en la mentira, que no traicionen, que sean inocentes y auténticos, trasparentes de Dios. Faltan ese tipo de niños. Añadía el Padre Kentenich: "Si en mí no hay o no está suficientemente desarrollado el germen de lo filial, me falta el puente natural necesario para tener la vivencia de ser hijo en el plano sobrenatural. Cuando me encuentro ante personas que no han tenido la vivencia de ser hijos en el orden natural, ¡cuántos esfuerzos se necesitan para que lleguen a sentir el valor de lo filial! [2].
Cada Navidad es una nueva oportunidad para aprender a ser más niños, para vivir como niños. Pero no como niños inmaduros y caprichosos. Sino como niños confiados y alegres, positivos y veraces. Niños nobles y transparentes. Reflejos del amor de Dios, de su verdad, de su calor.
Niños capaces de soñar y alcanzar la luna. De tocarla en un abrazo cálido. Sí, aunque no hayamos tenido experiencias humanas de filialidad, es posible vivir como niños ante Dios. Es cierto que lleva su tiempo. Es un proceso largo. Pero de nuevo nos arrodillamos como los niños ante el portal. De nuevo confiamos y soñamos. De nuevo creemos en lo aparentemente imposible.
P. Carlos Padilla
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