En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.
Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. (Lucas 2, 16-21)
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.
Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. (Lucas 2, 16-21)
Hija de su Hijo
Padre Raniero Cantalamessa
Hoy celebra la Iglesia la solemnidad de María
Madre de Dios. En la segunda lectura san Pablo expresa así este misterio:
“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”.
Con estas palabras la divina maternidad de María viene inmersa en el corazón del misterio cristiano. Nuestra misma adopción como hijos de Dios está unida, como se ve, a ella. Los Padres que en el concilio de Éfeso, del 431, definieron a María como Theotókos, generadora de Dios; no se equivocaban por lo tanto cuando le atribuían a este título una importancia decisiva para todo el pensamiento cristiano. Ello nos habla al mismo tiempo de Jesús, de Dios y de María.
Nos habla, ante todo, de Jesús; y es, más bien, el camino mejor para descubrir el verdadero sentido de la Navidad, de la que hoy se celebra la octava. En el comienzo Madre de Dios fue un título que se refería más a Jesús que a la Virgen. De Jesús, este título nos prueba ante todo que él es verdadero hombre: “¿Por qué decimos que Cristo es hombre, si no es porque es nacido de María que es una criatura humana?”, decía Tertuliano. No sólo nos dice que es hombre en cuanto a la esencia, sino también en cuanto a la existencia, porque ha querido compartir del hombre no sólo genéricamente la naturaleza sino también la experiencia. Ha vivido la vicisitud humana en todo su ser concreto.
El aspecto más difícil de admitir de esta imitación del hombre por parte de Cristo fue, al inicio, precisamente ser concebido y nacer por una mujer. A un hereje gnóstico, que se impresionaba ante la idea de un Dios “cuajado en el útero, parido entre dolores, lavado, vendado”, le respondía Tertuliano: “Es que Cristo ha amado al hombre y junto con el hombre ha amado también su modo de venir al mundo. Este objeto natural de veneración, que es el nacimiento de un hombre y el dolor de una mujer en el parto, tú lo desprecias; y sin embargo ¿tú cómo has nacido?”
De Jesús, el título de Madre de Dios prueba, en segundo lugar, que es verdadero Dios. Sólo si Jesús es contemplado no como un simple hombre es posible llamar a María “Madre de Dios”. De otro modo, se le podría llamar Madre de Jesús o de Cristo; pero, no de Dios. El título “Madre de Dios” es como un espía o un centinela: vela sobre el título “Dios”, dado a Jesús, a fin de que no sea vaciado de contenido o agotado. El título “Madre de Dios” no se justifica más y llega a ser, por el contrario, blasfemo, apenas se deja de reconocer en Jesús al Dios hecho hombre.
En fin, de Jesús, el título “Madre de Dios” certifica que él es Dios y hombre en una sola persona. Más bien éste es el fin por el que fue patrocinado por los Padres en el concilio de Éfeso. Este título nos habla de la unidad profunda entre Dios y el hombre realizada en Jesús; de cómo Dios se haya unido al hombre y lo haya incorporado a sí en la unidad más profunda que exista en el mundo, la unidad de la persona. El seno de María –decían los Padres– ha sido el “tálamo” en el que han tenido lugar las nupcias de Dios con la humanidad, el “laboratorio” en el que se realizó la unión de Dios y del hombre.
Si en Jesús humanidad y divinidad hubieren estado unidas –como pensaban los herejes condenados en Éfeso– con una unión sólo moral y no personal, María no podría ser llamada más Madre de Dios, sino sólo Madre de Cristo. “Los Padres –escribe san Cirilo de Alejandría– no dudaron en llamar a la santísima Virgen Madre de Dios, ciertamente no porque la naturaleza del Verbo o la divinidad haya tenido origen a través de ella, sino porque nació de ella el santo cuerpo, dotado de un alma racional, al que el Verbo se ha unido hasta formar con él una sola persona”. María es aquella por la que Dios se ha anclado a la tierra y a la humanidad; la que, con su divina y humanísima maternidad, ha hecho para siempre de Dios al Emmanuel, el Dios –con– nosotros. Ha hecho de Cristo a nuestro hermano.
El título “Madre de Dios”, más que de Cristo, nos habla de Dios. Ante todo nos habla de la humildad de Dios. ¡Dios ha querido tener una Madre! Y especular que en el desarrollo del pensamiento humano hemos llegado a un punto en que hay pensadores que encuentran hasta extraño y casi ofensivo para un ser humano el hecho de haber tenido a una madre, porque esto significa depender radicalmente de alguien, no haber sido hecho de por sí, no poder proyectar enteramente la propia existencia por sí solos.
El hombre, desde siempre, busca a Dios en lo alto. Busca construir, con sus esfuerzos ascéticos o intelectuales, una especie de pirámide, pensando que en el vértice de ella encontrará a Dios o su equivalente, que en algunas religiones es la Nada. Y no se da cuenta que Dios ha descendido y ha pasado de un extremo a otro la pirámide; se ha puesto él mismo en la base, para llevar sobre sí a todo y a todos. Dios se hace presente silenciosamente en las entrañas de una mujer.
¡Qué contraste con el dios de los filósofos, qué ducha fría para el orgullo humano y qué invitación a la humildad! Dios desciende en el corazón mismo de la materia, porque madre, mater, proviene de materia, en el sentido más noble del término, que indica concreción y realidad, o también metro, medida. El Dios, que se hace carne en el seno de una mujer, es el mismo que se hace presente después en el corazón de la materia del mundo y en la Eucaristía. Es una única economía y un único estilo. San Ireneo tiene razón al decir que si no se entiende el nacimiento de Dios desde María no se puede ni siquiera entender la Eucaristía.
Escogiendo esta vía materna para manifestarse a nosotros, Dios ha revelado la dignidad de la mujer en cuanto tal. “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”, nos ha dicho san Pablo (Gálatas 4, 4). Si él hubiese dicho: “nacido de María” se habría tratado sólo de un detalle biográfico; diciendo “nacido de mujer” ha dado a su afirmación una capacidad universal e inmensa. Es la mujer misma, cada mujer, la que ha estado elevada, en María, a tan increíble excelencia. María es aquí la mujer. Hoy se habla tanto de la promoción de la mujer, que es uno de los signos de los tiempos más bellos y alentadores. Pero, ¡con qué retraso estamos respecto a Dios! Él nos ha precedido a todos, ha conferido a la mujer un honor tal de hacernos enmudecer a todos.
El título “Madre de Dios” nos habla, en fin, naturalmente de María. María es la única en el universo, se puede decir, a la que, dirigida a Jesús, se le dice lo que a él le manifiesta el Padre celestial: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado” (Lucas 3, 22). San Ignacio de Antioquía dice con toda sencillez que Jesús es “de Dios y de María”. Casi al igual como nosotros decimos de un hombre que es hijo de tal y de cual. Dante Alghieri ha encerrado la doble paradoja de María, que es “Virgen y Madre” y “madre e hija”, en un solo verso: “¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!”
El título “Madre de Dios” basta por sí solo para fundamentar la grandeza de María y para justificar el honor tributado a ella. Tal vez se nos ha echado en cara a los católicos el exagerar con el honor y con la importancia atribuidos a María; y a veces es necesario reconocer que el reproche era justificado, al menos por el modo con que ello ocurría. Pero, no se piensa nunca en lo que ha hecho Dios. Dios se ha ido de tal manera hacia adelante en honrar a María haciéndola Madre de Dios, que nadie puede expresar ya más, incluso si tuviese –dice el mismo Lutero– tantas lenguas cuantas son las hojas de la hierba: “Llamándola Madre de Dios se ha incluido todo su honor; nadie puede decir de ella o a ella algo más grande incluso si tuviese tantas lenguas cuantas son las hojas de la hierba, las estrellas del cielo y la arena del mar. También nuestro corazón debe reflexionar qué significa ser Madre de Dios”.
El título Madre de Dios pone a María en una relación única con cada una de las personas de la Trinidad. San Francisco de Asís, en una oración, lo expresaba así: “Santa María Virgen, no hay ninguna semejante a ti, nacida en el mundo, entre las mujeres, hija del santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo… ruega por nosotros a tu santísimo querido Hijo, Señor y Maestro”.
El título de “Madre de Dios” es también hoy el punto de encuentro y la base común para todos los cristianos, del que volver a partir para reencontrar el entendimiento en torno al puesto de María en la fe. Es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque está definido en un concilio Ecuménico, sino también de hecho porque está reconocido por todas las Iglesias. Hemos escuchado lo que pensaba Lutero. En otra ocasión, él escribió: “El artículo que afirma que María es Madre de Dios está vigente en la Iglesia desde los inicios y el concilio de Éfeso no lo ha definido como nuevo, porque era ya una verdad sostenida en el Evangelio y en la Sagrada Escritura… Las palabras de Lucas 1, 32 y de Gálatas 4, 4 sostienen con mucha firmeza que María es verdaderamente la Madre de Dios”. “Nosotros creemos, enseñamos y confesamos –se lee en una fórmula de fe compuesta después de su muerte– que María es justamente llamada Madre de Dios y lo es verdaderamente”.
Madre de Dios, Theotókos, es por lo tanto el título al que necesariamente hay que volver, distinguiéndolo de toda la infinita serie de otros nombres y títulos marianos. Si se tomase esto en serio por todas las Iglesias y valorado de hecho, más que reconocido de derecho en sede dogmática, bastaría para crear una fundamental unidad en torno a María y ella, más que ocasión de división entre los cristianos, llegaría a ser, después del Espíritu Santo, el más importante factor de unidad ecuménica, la que ayuda maternalmente a “reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (cfr. Juan 11, 52).
Durante el desarrollo del concilio de Éfeso, hubo un obispo que, durante una homilía, se dirigió a los Padres conciliares con estas palabras: “No le privamos a la Virgen, Madre de Dios, del honor que le confirió el misterio de la Encarnación. ¿No es absurdo, oh queridos, glorificar, junto con los altares de Cristo, a la cruz ignominiosa que le sostiene y hacerla resplandecer en el rostro a la Iglesia, y privar después del honor de ser Madre de Dios a aquella que en vistas a tan gran beneficio amparó a la divinidad?”
Después de haber reflexionado sobre la extraordinaria grandeza que el título “Madre de Dios” le confiere a María, se entiende cómo Dante pueda decir en su estupenda oración a la Virgen:
“Mujer, eres tan grande y tanto vales
que cuál vuelo gratifica y a ti no afecta
en la distancia, quieres volar sin alas”.
Este título está creado para infundirnos confianza en la intercesión de María. El más antiguo texto cristiano en que María viene llamada Madre de Dios (mucho antes que en el concilio de Éfeso) es la oración por excelencia de la confianza en María, el Sub tuum praesidium. Con ella queremos concluir nuestra reflexión de hoy: “Bajo tu protección, santa Madre de Dios, nos refugiamos; no desprecies nuestra súplicas a los que nos encontramos en la tribulación, sino que líbranos siempre de todos los peligros, oh Virgen gloriosa y bendita”.
“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”.
Con estas palabras la divina maternidad de María viene inmersa en el corazón del misterio cristiano. Nuestra misma adopción como hijos de Dios está unida, como se ve, a ella. Los Padres que en el concilio de Éfeso, del 431, definieron a María como Theotókos, generadora de Dios; no se equivocaban por lo tanto cuando le atribuían a este título una importancia decisiva para todo el pensamiento cristiano. Ello nos habla al mismo tiempo de Jesús, de Dios y de María.
Nos habla, ante todo, de Jesús; y es, más bien, el camino mejor para descubrir el verdadero sentido de la Navidad, de la que hoy se celebra la octava. En el comienzo Madre de Dios fue un título que se refería más a Jesús que a la Virgen. De Jesús, este título nos prueba ante todo que él es verdadero hombre: “¿Por qué decimos que Cristo es hombre, si no es porque es nacido de María que es una criatura humana?”, decía Tertuliano. No sólo nos dice que es hombre en cuanto a la esencia, sino también en cuanto a la existencia, porque ha querido compartir del hombre no sólo genéricamente la naturaleza sino también la experiencia. Ha vivido la vicisitud humana en todo su ser concreto.
El aspecto más difícil de admitir de esta imitación del hombre por parte de Cristo fue, al inicio, precisamente ser concebido y nacer por una mujer. A un hereje gnóstico, que se impresionaba ante la idea de un Dios “cuajado en el útero, parido entre dolores, lavado, vendado”, le respondía Tertuliano: “Es que Cristo ha amado al hombre y junto con el hombre ha amado también su modo de venir al mundo. Este objeto natural de veneración, que es el nacimiento de un hombre y el dolor de una mujer en el parto, tú lo desprecias; y sin embargo ¿tú cómo has nacido?”
De Jesús, el título de Madre de Dios prueba, en segundo lugar, que es verdadero Dios. Sólo si Jesús es contemplado no como un simple hombre es posible llamar a María “Madre de Dios”. De otro modo, se le podría llamar Madre de Jesús o de Cristo; pero, no de Dios. El título “Madre de Dios” es como un espía o un centinela: vela sobre el título “Dios”, dado a Jesús, a fin de que no sea vaciado de contenido o agotado. El título “Madre de Dios” no se justifica más y llega a ser, por el contrario, blasfemo, apenas se deja de reconocer en Jesús al Dios hecho hombre.
En fin, de Jesús, el título “Madre de Dios” certifica que él es Dios y hombre en una sola persona. Más bien éste es el fin por el que fue patrocinado por los Padres en el concilio de Éfeso. Este título nos habla de la unidad profunda entre Dios y el hombre realizada en Jesús; de cómo Dios se haya unido al hombre y lo haya incorporado a sí en la unidad más profunda que exista en el mundo, la unidad de la persona. El seno de María –decían los Padres– ha sido el “tálamo” en el que han tenido lugar las nupcias de Dios con la humanidad, el “laboratorio” en el que se realizó la unión de Dios y del hombre.
Si en Jesús humanidad y divinidad hubieren estado unidas –como pensaban los herejes condenados en Éfeso– con una unión sólo moral y no personal, María no podría ser llamada más Madre de Dios, sino sólo Madre de Cristo. “Los Padres –escribe san Cirilo de Alejandría– no dudaron en llamar a la santísima Virgen Madre de Dios, ciertamente no porque la naturaleza del Verbo o la divinidad haya tenido origen a través de ella, sino porque nació de ella el santo cuerpo, dotado de un alma racional, al que el Verbo se ha unido hasta formar con él una sola persona”. María es aquella por la que Dios se ha anclado a la tierra y a la humanidad; la que, con su divina y humanísima maternidad, ha hecho para siempre de Dios al Emmanuel, el Dios –con– nosotros. Ha hecho de Cristo a nuestro hermano.
El título “Madre de Dios”, más que de Cristo, nos habla de Dios. Ante todo nos habla de la humildad de Dios. ¡Dios ha querido tener una Madre! Y especular que en el desarrollo del pensamiento humano hemos llegado a un punto en que hay pensadores que encuentran hasta extraño y casi ofensivo para un ser humano el hecho de haber tenido a una madre, porque esto significa depender radicalmente de alguien, no haber sido hecho de por sí, no poder proyectar enteramente la propia existencia por sí solos.
El hombre, desde siempre, busca a Dios en lo alto. Busca construir, con sus esfuerzos ascéticos o intelectuales, una especie de pirámide, pensando que en el vértice de ella encontrará a Dios o su equivalente, que en algunas religiones es la Nada. Y no se da cuenta que Dios ha descendido y ha pasado de un extremo a otro la pirámide; se ha puesto él mismo en la base, para llevar sobre sí a todo y a todos. Dios se hace presente silenciosamente en las entrañas de una mujer.
¡Qué contraste con el dios de los filósofos, qué ducha fría para el orgullo humano y qué invitación a la humildad! Dios desciende en el corazón mismo de la materia, porque madre, mater, proviene de materia, en el sentido más noble del término, que indica concreción y realidad, o también metro, medida. El Dios, que se hace carne en el seno de una mujer, es el mismo que se hace presente después en el corazón de la materia del mundo y en la Eucaristía. Es una única economía y un único estilo. San Ireneo tiene razón al decir que si no se entiende el nacimiento de Dios desde María no se puede ni siquiera entender la Eucaristía.
Escogiendo esta vía materna para manifestarse a nosotros, Dios ha revelado la dignidad de la mujer en cuanto tal. “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”, nos ha dicho san Pablo (Gálatas 4, 4). Si él hubiese dicho: “nacido de María” se habría tratado sólo de un detalle biográfico; diciendo “nacido de mujer” ha dado a su afirmación una capacidad universal e inmensa. Es la mujer misma, cada mujer, la que ha estado elevada, en María, a tan increíble excelencia. María es aquí la mujer. Hoy se habla tanto de la promoción de la mujer, que es uno de los signos de los tiempos más bellos y alentadores. Pero, ¡con qué retraso estamos respecto a Dios! Él nos ha precedido a todos, ha conferido a la mujer un honor tal de hacernos enmudecer a todos.
El título “Madre de Dios” nos habla, en fin, naturalmente de María. María es la única en el universo, se puede decir, a la que, dirigida a Jesús, se le dice lo que a él le manifiesta el Padre celestial: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado” (Lucas 3, 22). San Ignacio de Antioquía dice con toda sencillez que Jesús es “de Dios y de María”. Casi al igual como nosotros decimos de un hombre que es hijo de tal y de cual. Dante Alghieri ha encerrado la doble paradoja de María, que es “Virgen y Madre” y “madre e hija”, en un solo verso: “¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!”
El título “Madre de Dios” basta por sí solo para fundamentar la grandeza de María y para justificar el honor tributado a ella. Tal vez se nos ha echado en cara a los católicos el exagerar con el honor y con la importancia atribuidos a María; y a veces es necesario reconocer que el reproche era justificado, al menos por el modo con que ello ocurría. Pero, no se piensa nunca en lo que ha hecho Dios. Dios se ha ido de tal manera hacia adelante en honrar a María haciéndola Madre de Dios, que nadie puede expresar ya más, incluso si tuviese –dice el mismo Lutero– tantas lenguas cuantas son las hojas de la hierba: “Llamándola Madre de Dios se ha incluido todo su honor; nadie puede decir de ella o a ella algo más grande incluso si tuviese tantas lenguas cuantas son las hojas de la hierba, las estrellas del cielo y la arena del mar. También nuestro corazón debe reflexionar qué significa ser Madre de Dios”.
El título Madre de Dios pone a María en una relación única con cada una de las personas de la Trinidad. San Francisco de Asís, en una oración, lo expresaba así: “Santa María Virgen, no hay ninguna semejante a ti, nacida en el mundo, entre las mujeres, hija del santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo… ruega por nosotros a tu santísimo querido Hijo, Señor y Maestro”.
El título de “Madre de Dios” es también hoy el punto de encuentro y la base común para todos los cristianos, del que volver a partir para reencontrar el entendimiento en torno al puesto de María en la fe. Es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque está definido en un concilio Ecuménico, sino también de hecho porque está reconocido por todas las Iglesias. Hemos escuchado lo que pensaba Lutero. En otra ocasión, él escribió: “El artículo que afirma que María es Madre de Dios está vigente en la Iglesia desde los inicios y el concilio de Éfeso no lo ha definido como nuevo, porque era ya una verdad sostenida en el Evangelio y en la Sagrada Escritura… Las palabras de Lucas 1, 32 y de Gálatas 4, 4 sostienen con mucha firmeza que María es verdaderamente la Madre de Dios”. “Nosotros creemos, enseñamos y confesamos –se lee en una fórmula de fe compuesta después de su muerte– que María es justamente llamada Madre de Dios y lo es verdaderamente”.
Madre de Dios, Theotókos, es por lo tanto el título al que necesariamente hay que volver, distinguiéndolo de toda la infinita serie de otros nombres y títulos marianos. Si se tomase esto en serio por todas las Iglesias y valorado de hecho, más que reconocido de derecho en sede dogmática, bastaría para crear una fundamental unidad en torno a María y ella, más que ocasión de división entre los cristianos, llegaría a ser, después del Espíritu Santo, el más importante factor de unidad ecuménica, la que ayuda maternalmente a “reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (cfr. Juan 11, 52).
Durante el desarrollo del concilio de Éfeso, hubo un obispo que, durante una homilía, se dirigió a los Padres conciliares con estas palabras: “No le privamos a la Virgen, Madre de Dios, del honor que le confirió el misterio de la Encarnación. ¿No es absurdo, oh queridos, glorificar, junto con los altares de Cristo, a la cruz ignominiosa que le sostiene y hacerla resplandecer en el rostro a la Iglesia, y privar después del honor de ser Madre de Dios a aquella que en vistas a tan gran beneficio amparó a la divinidad?”
Después de haber reflexionado sobre la extraordinaria grandeza que el título “Madre de Dios” le confiere a María, se entiende cómo Dante pueda decir en su estupenda oración a la Virgen:
“Mujer, eres tan grande y tanto vales
que cuál vuelo gratifica y a ti no afecta
en la distancia, quieres volar sin alas”.
Este título está creado para infundirnos confianza en la intercesión de María. El más antiguo texto cristiano en que María viene llamada Madre de Dios (mucho antes que en el concilio de Éfeso) es la oración por excelencia de la confianza en María, el Sub tuum praesidium. Con ella queremos concluir nuestra reflexión de hoy: “Bajo tu protección, santa Madre de Dios, nos refugiamos; no desprecies nuestra súplicas a los que nos encontramos en la tribulación, sino que líbranos siempre de todos los peligros, oh Virgen gloriosa y bendita”.
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