«Amadísimos hermanos y hermanas:
Faltan ya pocos días para la celebración de la Navidad del Señor y queremos vivirlos siguiendo las huellas de María y haciendo nuestros en la medida de lo posible los sentimientos que ella experimentó en la trémula espera del nacimiento de Jesús.
El evangelista Lucas narra que la Virgen santa y su esposo José se dirigieron de Galilea a Judea para ir a Belén, la ciudad de David, obedeciendo un decreto del emperador romano que ordenaba un censo general del Imperio.
Pero, ¿quién podía reparar en ellos? Pertenecían a la innumerable legión de pobres, a quienes la vida a duras penas regala un rincón para vivir, y que no dejan rastro en las crónicas. De hecho no encontraron acomodo en ningún sitio, a pesar de que llevaban el “secreto” del mundo.
Podemos intuir cuáles eran los sentimientos de María, totalmente abandonada en las manos del Señor. Ella es la mujer creyente: en la profundidad de su obediencia interior madura la plenitud de los tiempos (cf Ga 4, 4).
Por estar enraizada en la fe, la Madre del Verbo hecho hombre encarna la gran esperanza del mundo. En ella confluye tanto la espera mesiánica de Israel como el anhelo de salvación de la humanidad entera. En su espíritu resuena el grito de dolor de los que, en toda época de la historia, se sienten abrumados por las dificultades de la vida: los hambrientos y los necesitados, los enfermos y las víctimas del odio y la guerra, los que no tienen hogar ni trabajo y los que viven solos y marginados, los que se sienten aplastados por la violencia y la injusticia o rechazados por la desconfianza y la indiferencia, los desanimados y los defraudados.
Para los hombres de toda raza y cultura, sedientos de amor, de fraternidad y de paz, María se prepara a dar a luz el fruto divino de su vientre. Por más oscuro que pueda parecer el horizonte, hay un alba que despunta. La humanidad, como recuerda san Pablo, gime y “sufre dolores de parto” (Rm 8, 22): en el nacimiento del Hijo de Dios todo renace, todo está llamado a vida nueva.
Queridos hermanos y hermanas preparémonos para la Navidad con la fe y la esperanza de María. Dejemos que el mismo amor que vibra en su adhesión al plan divino toque nuestro corazón. La Navidad es tiempo de renovación y fraternidad: miremos a nuestro alrededor, miremos a lo lejos. El hombre que sufre, dondequiera que se encuentre, nos atañe. Allí se encuentra el belén al que debemos dirigirnos, con solidaridad activa, para encontrar de verdad al Redentor que nace en el mundo. Caminemos, por consiguiente, hacia la Noche Santa con María, la Madre del Amor. Con ella esperemos el cumplimiento del misterio de la salvación».
S. Juan Pablo II
Artículo originalmente publicado por Revista Ecclesia
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