Hoy también miramos el corazón de José. Sólo una vez le hizo falta el ángel. Dios le pidió que cuidase a María y al niño y él obedeció.
Y lo hizo sin más palabras ya desde aquel camino a Belén cuando sentía la carga pesada de buscar un lugar adecuado. No quería preocupar a María. Había mucha gente y él le hubiese dado el mejor sitio a Ella y a Jesús, pero no podía, no sabía.
Miró asombrado cuando nació Jesús y lo vio en los brazos de María. Allí, callado, de rodillas, sin más palabras. Obedeció como un niño, dócilmente. El corazón de José era noble y dócil. Se abajó, aceptó. ¡Cuánto misterio! ¡Cuánto los amaba!
Veló conmovido aquella primera noche de Dios en el mundo, tan pequeño, tan indefenso, tan desprotegido. ¿Cómo podría él llegar a cuidarlos? Era pecador, era pequeño. Ellos eran mucho y él tan poco...
Dios, desde el cielo, velaba con él, le nombraba, feliz de estar a su lado, orgulloso de su sí humilde y sencillo. Hoy le rezamos de rodillas:
“José, te pido que me ayudes a ser fiel, a entregar el corazón como tú lo hacías, en silencio, mirando siempre a María y a Jesús, sin pensar en tu bienestar.
Enséñame a amar, a renunciar, a respetar, a dar toda mi alma por seguir a Jesús. Enséñame a repetir cada día mi sí oculto y alegre, a vivir cerca de Jesús, de María, a dar mi vida entregando el corazón como tú lo hiciste.
Enséñame tu obediencia, enséñame a negarme a mí para dejar a otros delante, para servir a otras vidas sin querer ser yo protagonista”.
Cuando fueron a Egipto, fue a él a quien habló Dios y se pusieron en camino. ¡Cuánto lo quería Dios! ¡Cuánto confiaba y descansaba en él! Puso en sus manos lo que más amaba.
Confiaba en su corazón bueno, de hombre obediente, íntegro, de hijo humilde, de hijo noble.
Me imagino su temblor al recibir misión tan grande. Su emoción al ver la sonrisa de María cada día, en la rutina, en lo cotidiano de charlas y comidas, de trabajo y sueños, de compartir tantas cosas los tres.
Me conmuevo al pensar en su trabajo silencioso en Nazaret. Ocultos a los hombres. Habitados por Dios. Allí vivieron el silencio sagrado del encuentro. Allí amaron y fueron amados.
En realidad vivió el cielo en la tierra ¡Qué pena le daría morirse y dejarlos solos! A María y a Jesús. ¡Qué pena no poder protegerlos hasta el final! Le hubiese gustado cuidarlos y acompañarlos hasta la cruz. Eran lo que más amaba en el mundo. Hubiera querido ir con ellos por los caminos. Pero Dios lo quería a su lado.
¿Cuántas veces tuvo que renunciar José en su vida? Dios conoció muy bien su corazón y las puertas del cielo se abrieron de par en par ante el hijo que se negó a sí mismo con el mayor amor.
Su renuncia fue la entrega cotidiana al servicio de María, el amor de su vida, y de Jesús, su hijo amado. Su amor a María era sagrado, profundo, humano, tierno, era el amor de Dios. Era un amor preparado para la renuncia, para la entrega. Un amor sacrificado y recio.
Comentaba la protagonista de la obra La bibliotecaria de Auschwitz cuando debe renunciar a ser bibliotecaria para proteger el bloque, porque la vigilan, aunque sabe que ya no la admirarán y la tacharán de cobarde: “Es fácil medir el tamaño del heroísmo, cuantificarlo en honores y medallas. Pero, ¿cómo se mide el valor de los que renuncian?”.
José renunció toda su vida. El valor de su renuncia fue inmenso. Me imagino cuántas veces rezó mirándola a ella y a Jesús, en silencio, confiando. Se mantuvo oculto a la sombra de sus dos grandes amores. Eso bastaba.
La renuncia por amor vale oro. En ese taller de Nazaret vivieron Dios y su madre, compartieron la vida.
José pasó oculto la vida con ellos. Cuidándolos, descansando en ellos y ellos en él.
Los cuidó, enseñó a Jesús con mucha humildad todo lo que sabía. Le enseñó a orar, a trabajar, a amar, a respetar, a obedecer. ¡Cuántas veces entre José y Jesús hablarían de María! José sería ese hombre fiel, de pocas palabras, humilde y noble.
Me impresiona su renuncia. Me conmueve el regalo de poder compartir la vida santa en Nazaret. Allí, ocultos a los ojos del mundo, tejieron el comienzo de nuestra historia sagrada.
José fue el santo custodio. Su vida fue velar, aguardar, esperar, cuidar, acariciar, soñar. Sin quejas, sin voces, sin llamar la atención. Amando, siendo amado.
Me impresionan su humildad, su silencio fuerte y noble, su alegría serena y honda. Me impresiona su sencillez, oculto entre los hombres, sin ser tomado en cuenta. Allí, repitiendo con humildad su sí más verdadero. Ese sí silencioso y noble. Su sí sagrado a Dios.
P. Carlos Padilla
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