La adoración que no se queda en palabras vacías y que permite “volar mejor” - como nos enseña Rafael - consiste en disfrutar de tenerlo todo con tener tan sólo el amor de Dios. Así, se adora haciendo grandes las cosas pequeñas de cada día; se adora con la sana indiferencia respecto de los deseos de cualquier cosa; y, por este camino, la adoración llega a convertirse en la locura de querer estar con Jesucristo en su misma cruz. Querer la cruz con Él es el grado supremo de la adoración. Que nadie se confunda. No se trata de ningún masoquismo. Se trata más bien de estarse con gusto allí donde el Amor todopoderoso nos sale al encuentro.
Rafael murió a los 27 de años de un coma diabético, después de haber tenido que abandonar varias veces el monasterio a causa de esta enfermedad y después de haber vuelto una y otra vez, en cuanto podía, al lugar donde él sabía que Dios le quería. Cuando regresa por última vez, el 15 de diciembre de 1937, España estaba en guerra y todos los monjes jóvenes habían sido llamados por el ejército. En el monasterio se pasaban estrecheces y ni siquiera contaban con el hermano enfermero que había atendido a Rafael en ocasiones anteriores. Precisamente a este hermano, que estaba en un cuartel, Rafael le escribe una carta hablándole de su vuelta al monasterio. Es conmovedora la forma en la que le cuenta cómo está dispuesto a seguir la llamada del Amor, aun a sabiendas de que le puede costar la salud y la vida. Porque es el mismo Jesucristo quien le llama a acompañarle hasta el final. Esuchad a Rafael:
“Escribí al Padre Abad diciéndole que una vez hecho el reconocimiento, volvería al convento, y me contestó el Padre José, diciéndome que volviera cuando quisiera, que las puertas las tenía siempre abiertas... pero que lo pensase bien y no me precipitase ya que ahora no tienen enfermero y sería de lamentar me volviese a ocurrir lo pasado. Eso es todo.
Humanamente hablando, es muy prudente, ¿no te parece? Pero ¿qué he de hacer? Pues mira, yo pienso de la manera siguiente, a ver qué te parece.
Suponte que tú estás en tu casa enfermo, lleno de cuidados y atenciones, casi tullido, inútil..., incapaz de valerte en una palabra. Pero un día vieras pasar debajo de tu ventana a Jesús... Si vieras que a Jesús le seguían una turba de pecadores, de pobres, de enfermos, de leprosos. Si vieras que Jesús te llamaba y te daba un puesto en su séquito, y te mirase con esos ojos divinos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: ¿por qué no me sigues?... ¿Tú, qué harías? ¿Acaso le ibas a responder... Señor, te seguiría si me dieras un enfermero..., si me dieras medios para seguirte con comodidad y sin peligro de mi salud... Te seguiría si estuviera sano y fuerte para poderme valer...?
No, seguro que si hubieras visto la dulzura de los ojos de Jesús, nada de eso le hubieras dicho, sino que te hubieras levantado de tu lecho, sin pensar en tus cuidados, sin pensar en ti para nada, te hubieras unido, aunque hubiera sido el último..., fíjate bien, el último, a la comitiva de Jesús, y le hubieras dicho: Voy, Señor, no me importan mis dolencias, ni la muerte, ni comer, ni dormir... Si Tú me admites, voy. Si Tú quieres puedes sanarme... No me importa que el camino por donde me lleves sea difícil, sea abrupto y esté lleno de espinas. No me importa si quieres que muera contigo en una Cruz...
Voy, Señor, porque eres Tú el que me guía. Eres Tú el que me promete una recompensa eterna. Eres Tú el que perdona, el que salva... Eres Tú el único que llena mi alma.
Fuera cuidados de lo que me pueda ocurrir en el porvenir. Fuera miedos humanos, que siendo Jesús de Nazaret el que guía..., ¿qué hay que temer?
¿No te parece, hermano, que tú le hubieras seguido, y nada del mundo ni de ti mismo, te hubiera importado? Pues eso es lo que a mí me pasa.
Siento muy dentro de mi alma esa dulce mirada de Jesús. Siento que nada del mundo me llena; que sólo Dios..., sólo Dios, sólo Dios...
Y Jesús me dice: puedes venir cuando quieras... No te importe ser [el] último, ¿acaso por eso te quiero menos? Quizás más.
No me tengas envidia, hermano, pero Dios me quiere mucho...
Por otra parte, la carne me tira; el mundo me llama loco e insensato... Se me hacen prudentes advertencias... Pero ¿qué vale todo eso, al lado de la mirada de un Dios como Jesús de Galilea, que te ofrece un puesto en el cielo, y un amor eterno? Nada, hermano..., ni aun por sufrir hasta el fin del mundo merece la pena dejar de seguir a Jesús” (Carta al H. Tescelino, 1 de noviembre de 1937, en Obras Completas 967-968).
Rafael murió a los 27 de años de un coma diabético, después de haber tenido que abandonar varias veces el monasterio a causa de esta enfermedad y después de haber vuelto una y otra vez, en cuanto podía, al lugar donde él sabía que Dios le quería. Cuando regresa por última vez, el 15 de diciembre de 1937, España estaba en guerra y todos los monjes jóvenes habían sido llamados por el ejército. En el monasterio se pasaban estrecheces y ni siquiera contaban con el hermano enfermero que había atendido a Rafael en ocasiones anteriores. Precisamente a este hermano, que estaba en un cuartel, Rafael le escribe una carta hablándole de su vuelta al monasterio. Es conmovedora la forma en la que le cuenta cómo está dispuesto a seguir la llamada del Amor, aun a sabiendas de que le puede costar la salud y la vida. Porque es el mismo Jesucristo quien le llama a acompañarle hasta el final. Esuchad a Rafael:
“Escribí al Padre Abad diciéndole que una vez hecho el reconocimiento, volvería al convento, y me contestó el Padre José, diciéndome que volviera cuando quisiera, que las puertas las tenía siempre abiertas... pero que lo pensase bien y no me precipitase ya que ahora no tienen enfermero y sería de lamentar me volviese a ocurrir lo pasado. Eso es todo.
Humanamente hablando, es muy prudente, ¿no te parece? Pero ¿qué he de hacer? Pues mira, yo pienso de la manera siguiente, a ver qué te parece.
Suponte que tú estás en tu casa enfermo, lleno de cuidados y atenciones, casi tullido, inútil..., incapaz de valerte en una palabra. Pero un día vieras pasar debajo de tu ventana a Jesús... Si vieras que a Jesús le seguían una turba de pecadores, de pobres, de enfermos, de leprosos. Si vieras que Jesús te llamaba y te daba un puesto en su séquito, y te mirase con esos ojos divinos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: ¿por qué no me sigues?... ¿Tú, qué harías? ¿Acaso le ibas a responder... Señor, te seguiría si me dieras un enfermero..., si me dieras medios para seguirte con comodidad y sin peligro de mi salud... Te seguiría si estuviera sano y fuerte para poderme valer...?
No, seguro que si hubieras visto la dulzura de los ojos de Jesús, nada de eso le hubieras dicho, sino que te hubieras levantado de tu lecho, sin pensar en tus cuidados, sin pensar en ti para nada, te hubieras unido, aunque hubiera sido el último..., fíjate bien, el último, a la comitiva de Jesús, y le hubieras dicho: Voy, Señor, no me importan mis dolencias, ni la muerte, ni comer, ni dormir... Si Tú me admites, voy. Si Tú quieres puedes sanarme... No me importa que el camino por donde me lleves sea difícil, sea abrupto y esté lleno de espinas. No me importa si quieres que muera contigo en una Cruz...
Voy, Señor, porque eres Tú el que me guía. Eres Tú el que me promete una recompensa eterna. Eres Tú el que perdona, el que salva... Eres Tú el único que llena mi alma.
Fuera cuidados de lo que me pueda ocurrir en el porvenir. Fuera miedos humanos, que siendo Jesús de Nazaret el que guía..., ¿qué hay que temer?
¿No te parece, hermano, que tú le hubieras seguido, y nada del mundo ni de ti mismo, te hubiera importado? Pues eso es lo que a mí me pasa.
Siento muy dentro de mi alma esa dulce mirada de Jesús. Siento que nada del mundo me llena; que sólo Dios..., sólo Dios, sólo Dios...
Y Jesús me dice: puedes venir cuando quieras... No te importe ser [el] último, ¿acaso por eso te quiero menos? Quizás más.
No me tengas envidia, hermano, pero Dios me quiere mucho...
Por otra parte, la carne me tira; el mundo me llama loco e insensato... Se me hacen prudentes advertencias... Pero ¿qué vale todo eso, al lado de la mirada de un Dios como Jesús de Galilea, que te ofrece un puesto en el cielo, y un amor eterno? Nada, hermano..., ni aun por sufrir hasta el fin del mundo merece la pena dejar de seguir a Jesús” (Carta al H. Tescelino, 1 de noviembre de 1937, en Obras Completas 967-968).
2 comentarios:
¡¡¡ Lo del Hermano Rafael Arnáiz Barón, que el Papa Benedicto XVI ha canonizado hace poco, es algo IMPRESIONANTE !!! Me encomiendo muchas veces a él, y me concede todo lo que le voy pidiendo. ¡¡¡ Desde aquí se lo agradezco MUCHO !!!
Perdón, he enviado nuevamente el mensaje acerca del Hermano Rafael porque creía que no lo había enviado bien. En todo caso, deseo que conste como "Anónimo", y no como proveniente de una cuenta de Google. Gracias.
Publicar un comentario