En personas, que incluso van a misa los domingos y casi me atrevo a decir, que alguna de ellas comulgan, no es difícil escuchar de sus labios la afirmación de que: “Yo me confieso directamente con Dios”. El rechazo al sacramento de la confesión suele tener su fundamento en estas personas, en el dichoso orgullo que a todos nos envuelve y que es el padre de todos los pecados.
Yo comprendo que es duro aceptar que es Cristo quien nos confiesa y no un hombre, como nosotros mismos. Pero resulta que a ese hombre, en ese y para ese preciso momento, Dios le confiere unas gracias especiales de representación, que cuando nos absuelve de de nuestros pecados no dice: Dios te perdone, sino que dice “Yo te absuelvo” directamente, porque es Cristo el que nos absuelve.
Como gran parte de todo lo que se refiere a la vida espiritual de uno, es duro y sobre todo humillante aceptar el manifestar a otro hombre, nuestras miserias. Hace falta la gracia de la fe para saber, que ese hombre tiene en sus manos la potestad de reconciliarnos o no con el Señor. Que lo que este hombre ate con respecto a nosotros aquí en la tierra, quedará atado en el cielo y que lo que de nosotros desate, aquí abajo en la tierra, quedará desatado en el cielo.
¿Y esto porqué es así? ¿Dónde se encuentra el fundamento de este sacramento? Nuestro Señor en su segunda aparición en el cenáculo a los apóstoles, después de su Resurrección, les dijo: “Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn 20,21-23).
Cuando vamos a confesarnos -escribe Slawomir Biela- generalmente tenemos que luchar contra la forma oculta de fariseísmo que está profundamente arraigada en nosotros. No creemos plenamente en la presencia de Cristo en el sacerdote que nos confiesa, y al tratarlo humanamente intentamos de alguna manera rebajar la inmensidad de nuestro mal. No comportamos como un asesino que, estando ante el tribunal manipula la verdad para disminuir la dimensión de su culpa. El dar el paso de ir al confesionario, cuesta mucho, sobre todo si el confesor nos conoce, por ello muchos buscan para confesarse al padre Topete, es decir al padre desconocido con el que primero topan.
Como el pecado es hijo del orgullo, escribía Mons. Fulton Sheen, exige una humillación, y no hay otra mayor que la de descargar el alma de uno mismo ante un semejante. Tal situación nos cura de muchas enfermedades morales. Las heridas dolorosas a menudo duelen más cuando se cierran. Y por ello hay personas que aún creyéndose que están en amistad con Dios, porque a su juicio cumplen, su soberbia no les permite esta humillación que es la confesión, para obtener la absolución. Son personas a las que les encantan las absoluciones en grupos, que la Iglesia solo autoriza en casos muy excepcionales y de las que se han dado muchos abusos. Pero cuando no se tiene la valentía de ir a un confesionario se buscan autojustificaciones, muchas veces ridículas y al final se termina diciendo: “Yo me confieso directamente con Dios”, olvidándose de que Dios, solo da su gracia y su amistad, al que ha pasado por un confesionario. Si no para que les dijo a sus apóstoles: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
La confesión es uno de los siete sacramentos de la Santa madre Iglesia, y como tal sacramento es un canal de gracia, es un medio que Dios utiliza para derramar sus gracias sobre las almas que se muestran solícitas a recibirlas. Verdadera necesidad de la confesión la tienen todos aquellos o aquellas que han perdido la amistad divina por la comisión de un pecado capital, pero aún sin estar en esta situación es conveniente acudir a la confesión reiteradamente pues todos tenemos siempre algo venial de lo que acusarnos y de paso aprovechar para exponer nuestras inquietudes de vida espiritual, pero no tratar de ahorrarse la consulta de un psicoanalista, machacando la santa paciencia del confesor.
Estas personas que se confiesan con Dios, me recuerdan a otras que no comulgan, ya que como Dios está en todas partes, ellas con respirar ya están comulgando. Todas estas personas, se engañan a sí mismas, no aman a Dios, aman o dicen amar a un Dios que ellas se han creado a su gusto y conveniencia un Dios particular, que no les da el estado de gracia y amistad con nuestro Señor.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Escrito por Juan del Carmelo para "Religión en libertad"
Yo comprendo que es duro aceptar que es Cristo quien nos confiesa y no un hombre, como nosotros mismos. Pero resulta que a ese hombre, en ese y para ese preciso momento, Dios le confiere unas gracias especiales de representación, que cuando nos absuelve de de nuestros pecados no dice: Dios te perdone, sino que dice “Yo te absuelvo” directamente, porque es Cristo el que nos absuelve.
Como gran parte de todo lo que se refiere a la vida espiritual de uno, es duro y sobre todo humillante aceptar el manifestar a otro hombre, nuestras miserias. Hace falta la gracia de la fe para saber, que ese hombre tiene en sus manos la potestad de reconciliarnos o no con el Señor. Que lo que este hombre ate con respecto a nosotros aquí en la tierra, quedará atado en el cielo y que lo que de nosotros desate, aquí abajo en la tierra, quedará desatado en el cielo.
¿Y esto porqué es así? ¿Dónde se encuentra el fundamento de este sacramento? Nuestro Señor en su segunda aparición en el cenáculo a los apóstoles, después de su Resurrección, les dijo: “Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn 20,21-23).
Cuando vamos a confesarnos -escribe Slawomir Biela- generalmente tenemos que luchar contra la forma oculta de fariseísmo que está profundamente arraigada en nosotros. No creemos plenamente en la presencia de Cristo en el sacerdote que nos confiesa, y al tratarlo humanamente intentamos de alguna manera rebajar la inmensidad de nuestro mal. No comportamos como un asesino que, estando ante el tribunal manipula la verdad para disminuir la dimensión de su culpa. El dar el paso de ir al confesionario, cuesta mucho, sobre todo si el confesor nos conoce, por ello muchos buscan para confesarse al padre Topete, es decir al padre desconocido con el que primero topan.
Como el pecado es hijo del orgullo, escribía Mons. Fulton Sheen, exige una humillación, y no hay otra mayor que la de descargar el alma de uno mismo ante un semejante. Tal situación nos cura de muchas enfermedades morales. Las heridas dolorosas a menudo duelen más cuando se cierran. Y por ello hay personas que aún creyéndose que están en amistad con Dios, porque a su juicio cumplen, su soberbia no les permite esta humillación que es la confesión, para obtener la absolución. Son personas a las que les encantan las absoluciones en grupos, que la Iglesia solo autoriza en casos muy excepcionales y de las que se han dado muchos abusos. Pero cuando no se tiene la valentía de ir a un confesionario se buscan autojustificaciones, muchas veces ridículas y al final se termina diciendo: “Yo me confieso directamente con Dios”, olvidándose de que Dios, solo da su gracia y su amistad, al que ha pasado por un confesionario. Si no para que les dijo a sus apóstoles: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
La confesión es uno de los siete sacramentos de la Santa madre Iglesia, y como tal sacramento es un canal de gracia, es un medio que Dios utiliza para derramar sus gracias sobre las almas que se muestran solícitas a recibirlas. Verdadera necesidad de la confesión la tienen todos aquellos o aquellas que han perdido la amistad divina por la comisión de un pecado capital, pero aún sin estar en esta situación es conveniente acudir a la confesión reiteradamente pues todos tenemos siempre algo venial de lo que acusarnos y de paso aprovechar para exponer nuestras inquietudes de vida espiritual, pero no tratar de ahorrarse la consulta de un psicoanalista, machacando la santa paciencia del confesor.
Estas personas que se confiesan con Dios, me recuerdan a otras que no comulgan, ya que como Dios está en todas partes, ellas con respirar ya están comulgando. Todas estas personas, se engañan a sí mismas, no aman a Dios, aman o dicen amar a un Dios que ellas se han creado a su gusto y conveniencia un Dios particular, que no les da el estado de gracia y amistad con nuestro Señor.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Escrito por Juan del Carmelo para "Religión en libertad"
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