¿Qué importa el pesar de un momento, el sufrir un instante?... Lo que sé decir es que no hay dolor que no tenga compensación en ésta o en la otra vida, y que en realidad para ganar el cielo se nos pide muy poco. Aquí, en una Trapa, quizás sea más fácil que en el mundo, pero no es por el género de vida éste o aquél, pues en el mundo se tienen los mismos medios de ofrecer algo a Dios. Lo que pasa es que el mundo distrae y se desperdicia mucho.
(...)
Aprovechemos esas cosas pequeñas de la vida diaria, de la vida vulgar... No hacen falta, para ser grandes santos, grandes cosas; basta el hacer grandes las cosas pequeñas.
En el mundo se desaprovecha mucho, pero es que el mundo distrae... Tanto vale en el mundo el amar a Dios en el hablar, como en la Trapa en el silencio; la cuestión es hacer algo por Él..., acordarse de Él... El sitio, el lugar, la ocupación, es indiferente.
Dios me puede hacer tan santo pelando patatas como gobernando un imperio.
Qué pena que el mundo esté tan distraído..., porque he visto que los hombres no son malos..., y que todos sufren, pero no saben sufrir...
Si por encima de la frivolidad, si por encima de esa capa de falsa alegría con que el mundo oculta sus lágrimas, si por encima de la ignorancia de lo que es Dios, elevaran un poco los ojos a lo alto..., seguramente les ocurriría lo que al fraile de los nabos..., muchas lágrimas se enjugarían, muchas penas se endulzarían y muchas cruces se amarían para poder ofrecerlas a Cristo.
Cuando terminó el trabajo, y en la oración me puse al pie de Jesús muerto..., allí a sus plantas deposité un cesto de nabos peladitos y limpios... No tenía otra cosa que ofrecerle, pero a Dios le basta cualquier cosa ofrecida con el corazón entero, sean nabos, sean imperios.
La próxima vez que vuelva a pelar raíces, sean las que sean, aunque estén frías y heladas, le pido a María no permita se me acerquen diablillos rojos a hacerme rabiar. En cambio, le pido me envíe a los ángeles del cielo, para que yo pelando y ellos llevando en sus manos el producto de mi trabajo, vayan poniendo a los pies de la Virgen María rojas zanahorias; a los pies de Jesús, blancos nabos, y patatas y cebollas, coles y lechugas...
En fin, si vivo muchos años en la Trapa, voy a hacer del cielo una especie de mercado de hortalizas, y cuando el Señor me llame y me diga basta de pelar..., suelta la navaja y el mandil y ven a gozar de lo que has hecho..., cuando me vea en el cielo entre Dios y los santos, y tanta legumbre..., Señor Jesús mío, no podré por menos de echarme a reír” ("Las piruetas de los nabos", 12 de diciembre de 1936, Mi Cuaderno, en Obras Completas 786-793).
El buen humor que derrocha Rafael en su voluntario encierro monástico es una prueba de la verdad de lo que dice: “no hacen falta grandes cosas, basta el hacer grandes las cosas pequeñas”. ¿Y cómo se hacen grandes? Ofreciéndolas, finalizándolas, transfigurándolas por el amor a Dios que ponemos en ellas.
2. Lo que pasa es que estamos constantemente deseando cosas que a nosotros nos parecen grandes; o deseando precisamente lo que no tenemos. Bueno, pues si adoramos verdaderamente a Dios, si tenemos puesto del todo nuestro corazón en Él, también sabremos silenciar ese fragor de los deseos, que van y vienen, para encontrar la paz y la serenidad del alma. El verdadero adorador de Jesucristo no es, ciertamente, ningún pasota, ningún desinteresado por lo bueno y por lo bello, pero su alma se serena y pacifica, saciada por el único eterno y gran Amor; y podrá repetir constantemente, como Rafael, ante los avatares de la vida y ante los deseos contradictorios y siempre inquietos del corazón: “¡qué más da!”; ¡qué más da, en el fondo, este lugar que aquel otro, esta ocupación que aquella otra que tanto me interesaría! ¡Nada de este mundo me ata, porque lo tengo todo en el Amor de Dios! Rafael es un maestro de esta “espiritualidad del qué más da”.
Os leo lo que le dice en una carta a su tía María sobre esa libertad espiritual, después de haberse despedido de ella para ingresar de nuevo pronto al monasterio. Lo hace con lenguaje de San Juan de la Cruz (Cántico espiritual, canción 3: Buscando mis amores,/iré por esos montes y riberas;/ni cogeré las flores,/ni temeré las fieras,/y pasaré los fuertes y fronteras).
“¡Qué pena me dio el verte llorar en Ávila cuando nos fuimos...! (...)
No me extraña nada lo que me dices del consuelo y la paz que te dio el Señor al leer a San Juan de la Cruz. A mí me pasó lo mismo... El día anterior habíamos leído en Sonsoles: «Ni cogeré las flores, ni temeré las fieras...». Pues bien, con ese pensamiento y con la ayuda de María, hice todo el camino... Veía pasar pueblos, personas y paisajes; y, con el volante muy apretado en las manos, y - ¿por qué no? - con muchas ganas de llorar, seguía, seguía la carretera sin detenerme...
Acababa de dejar en Ávila muchas flores de las de San Juan de Cruz... El Señor me pide seguir y no detenerme. ¿Qué hacer?, pues lo de siempre: mirar arriba, mirar muy alto..., y seguir sin detenerme... Haz tú lo mismo. La Virgen te mira y Dios te ayuda; no te importe ni el llorar ni el reír, ¿qué más da? El barro es siempre barro y no nos podemos mudar. Lo importante es que ese barro sea de Dios, que Él haga lo que quiera, y que todo nos lleve a Él.
¡Qué difícil es no coger las flores! Pero también, qué fácil es... Una vez hecho el tirón, Dios atrae de tal manera y con tal suavidad, que nada cuesta... ¿Qué más da llorar?... Llora todo lo que puedas; ríete y goza, cuando puedas. ¡Qué más te da!... La que ríe y llora eres tú..., y tú no eres nadie, tú no eres nada... Y, créeme, queridísima hermana - ¿no te importa que te llame así? - créeme: el día que lo veas..., el día que estés desprendida de todo y de ti misma, entonces verás que todo lo que a nosotros nos pase, nos tendrá sin cuidado. Ni el sufrir, ni el gozar atraerán nuestras miradas... Entonces veremos mejor a Dios. No nos miremos tanto a nosotros mismos..., y si nos miramos, y escudriñamos, sea para buscar a ese Dios escondido, que tenemos en nosotros.
El otro día, aun en medio de mi aflicción y de mi pena, había momentos en que, olvidándome de todo, gozaba de Dios en medio de la carretera. ¡Pasaba todo tan deprisa!..., era todo tan pequeño, aun yo mismo, tan insignificante a los ojos de Dios... Tenía tanta prisa por verle... que no sabía lo que hacía. «Ni cogeré las flores», pensaba... ¿Qué flores? ¿He cogido yo alguna vez flores? No..., no me puedo detener, no hace falta hacer esfuerzo, no necesito detenerme..., aunque quisiera no podría, Dios no me deja. ¿No te pasa a ti lo mismo?
Qué alegría, Señor, mándame lo que sea, o flores o espinas, ¿qué más da? No me he de detener a mirar nada, pues con mirarte a Ti tengo bastante; ¡llenas de tal manera, amas de tal modo!, que todo ante Ti desaparece y quedamos en nada...
¡Qué alegría, Señor, el poder verte a Ti y el no vernos a nosotros! ¿Qué más da flores o espinas si eres Tú el que las das, el que nos las llevas y el que nos las quitas? Nosotros no hacemos nada, pues nada sabemos hacer; Tú lo haces todo... Nosotros, si hablamos de la cruz, es para quejarnos con egoísmo; si buscamos consuelo, a nosotros [nos] buscamos; si queremos amarte, lo hacemos con ruindad, y no sabemos...
¡Qué alegría, Señor, pensar que Tú nos lo haces todo!..., entonces todo es grande y hermoso.
Señor, no puedo detenerme, porque si me detengo, es para buscarme a mí mismo, y en mí no hallo nada que merezca la pena; tengo que seguir hasta Ti, ¿qué me importan las flores? ¿Qué me importan las espinas? A Ti te tengo, tengo tu amor, lo tengo todo... Qué alegría el verse en nada, y sin nada.
Con estos pensamientos continuaba el viaje a Oviedo... A los lados del camino, dejaba muchas cosas, pero no las quería. Dios me esperaba allá en el horizonte, y no me podía detener, ni yo quería tampoco.
Cuesta mucho desprenderse,... pero una vez desprendido, se vuela mejor. Después rezaba Avemarías para que a ti te ayudara Dios como a mí me ayudaba.
Llegamos a Oviedo a las seis y media. Comimos en León e hicimos el viaje perfectamente sin marearse nadie” (Carta a su tía María, Oviedo, 8 de noviembre de 1935, en: Obras Completas).
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Aprovechemos esas cosas pequeñas de la vida diaria, de la vida vulgar... No hacen falta, para ser grandes santos, grandes cosas; basta el hacer grandes las cosas pequeñas.
En el mundo se desaprovecha mucho, pero es que el mundo distrae... Tanto vale en el mundo el amar a Dios en el hablar, como en la Trapa en el silencio; la cuestión es hacer algo por Él..., acordarse de Él... El sitio, el lugar, la ocupación, es indiferente.
Dios me puede hacer tan santo pelando patatas como gobernando un imperio.
Qué pena que el mundo esté tan distraído..., porque he visto que los hombres no son malos..., y que todos sufren, pero no saben sufrir...
Si por encima de la frivolidad, si por encima de esa capa de falsa alegría con que el mundo oculta sus lágrimas, si por encima de la ignorancia de lo que es Dios, elevaran un poco los ojos a lo alto..., seguramente les ocurriría lo que al fraile de los nabos..., muchas lágrimas se enjugarían, muchas penas se endulzarían y muchas cruces se amarían para poder ofrecerlas a Cristo.
Cuando terminó el trabajo, y en la oración me puse al pie de Jesús muerto..., allí a sus plantas deposité un cesto de nabos peladitos y limpios... No tenía otra cosa que ofrecerle, pero a Dios le basta cualquier cosa ofrecida con el corazón entero, sean nabos, sean imperios.
La próxima vez que vuelva a pelar raíces, sean las que sean, aunque estén frías y heladas, le pido a María no permita se me acerquen diablillos rojos a hacerme rabiar. En cambio, le pido me envíe a los ángeles del cielo, para que yo pelando y ellos llevando en sus manos el producto de mi trabajo, vayan poniendo a los pies de la Virgen María rojas zanahorias; a los pies de Jesús, blancos nabos, y patatas y cebollas, coles y lechugas...
En fin, si vivo muchos años en la Trapa, voy a hacer del cielo una especie de mercado de hortalizas, y cuando el Señor me llame y me diga basta de pelar..., suelta la navaja y el mandil y ven a gozar de lo que has hecho..., cuando me vea en el cielo entre Dios y los santos, y tanta legumbre..., Señor Jesús mío, no podré por menos de echarme a reír” ("Las piruetas de los nabos", 12 de diciembre de 1936, Mi Cuaderno, en Obras Completas 786-793).
El buen humor que derrocha Rafael en su voluntario encierro monástico es una prueba de la verdad de lo que dice: “no hacen falta grandes cosas, basta el hacer grandes las cosas pequeñas”. ¿Y cómo se hacen grandes? Ofreciéndolas, finalizándolas, transfigurándolas por el amor a Dios que ponemos en ellas.
2. Lo que pasa es que estamos constantemente deseando cosas que a nosotros nos parecen grandes; o deseando precisamente lo que no tenemos. Bueno, pues si adoramos verdaderamente a Dios, si tenemos puesto del todo nuestro corazón en Él, también sabremos silenciar ese fragor de los deseos, que van y vienen, para encontrar la paz y la serenidad del alma. El verdadero adorador de Jesucristo no es, ciertamente, ningún pasota, ningún desinteresado por lo bueno y por lo bello, pero su alma se serena y pacifica, saciada por el único eterno y gran Amor; y podrá repetir constantemente, como Rafael, ante los avatares de la vida y ante los deseos contradictorios y siempre inquietos del corazón: “¡qué más da!”; ¡qué más da, en el fondo, este lugar que aquel otro, esta ocupación que aquella otra que tanto me interesaría! ¡Nada de este mundo me ata, porque lo tengo todo en el Amor de Dios! Rafael es un maestro de esta “espiritualidad del qué más da”.
Os leo lo que le dice en una carta a su tía María sobre esa libertad espiritual, después de haberse despedido de ella para ingresar de nuevo pronto al monasterio. Lo hace con lenguaje de San Juan de la Cruz (Cántico espiritual, canción 3: Buscando mis amores,/iré por esos montes y riberas;/ni cogeré las flores,/ni temeré las fieras,/y pasaré los fuertes y fronteras).
“¡Qué pena me dio el verte llorar en Ávila cuando nos fuimos...! (...)
No me extraña nada lo que me dices del consuelo y la paz que te dio el Señor al leer a San Juan de la Cruz. A mí me pasó lo mismo... El día anterior habíamos leído en Sonsoles: «Ni cogeré las flores, ni temeré las fieras...». Pues bien, con ese pensamiento y con la ayuda de María, hice todo el camino... Veía pasar pueblos, personas y paisajes; y, con el volante muy apretado en las manos, y - ¿por qué no? - con muchas ganas de llorar, seguía, seguía la carretera sin detenerme...
Acababa de dejar en Ávila muchas flores de las de San Juan de Cruz... El Señor me pide seguir y no detenerme. ¿Qué hacer?, pues lo de siempre: mirar arriba, mirar muy alto..., y seguir sin detenerme... Haz tú lo mismo. La Virgen te mira y Dios te ayuda; no te importe ni el llorar ni el reír, ¿qué más da? El barro es siempre barro y no nos podemos mudar. Lo importante es que ese barro sea de Dios, que Él haga lo que quiera, y que todo nos lleve a Él.
¡Qué difícil es no coger las flores! Pero también, qué fácil es... Una vez hecho el tirón, Dios atrae de tal manera y con tal suavidad, que nada cuesta... ¿Qué más da llorar?... Llora todo lo que puedas; ríete y goza, cuando puedas. ¡Qué más te da!... La que ríe y llora eres tú..., y tú no eres nadie, tú no eres nada... Y, créeme, queridísima hermana - ¿no te importa que te llame así? - créeme: el día que lo veas..., el día que estés desprendida de todo y de ti misma, entonces verás que todo lo que a nosotros nos pase, nos tendrá sin cuidado. Ni el sufrir, ni el gozar atraerán nuestras miradas... Entonces veremos mejor a Dios. No nos miremos tanto a nosotros mismos..., y si nos miramos, y escudriñamos, sea para buscar a ese Dios escondido, que tenemos en nosotros.
El otro día, aun en medio de mi aflicción y de mi pena, había momentos en que, olvidándome de todo, gozaba de Dios en medio de la carretera. ¡Pasaba todo tan deprisa!..., era todo tan pequeño, aun yo mismo, tan insignificante a los ojos de Dios... Tenía tanta prisa por verle... que no sabía lo que hacía. «Ni cogeré las flores», pensaba... ¿Qué flores? ¿He cogido yo alguna vez flores? No..., no me puedo detener, no hace falta hacer esfuerzo, no necesito detenerme..., aunque quisiera no podría, Dios no me deja. ¿No te pasa a ti lo mismo?
Qué alegría, Señor, mándame lo que sea, o flores o espinas, ¿qué más da? No me he de detener a mirar nada, pues con mirarte a Ti tengo bastante; ¡llenas de tal manera, amas de tal modo!, que todo ante Ti desaparece y quedamos en nada...
¡Qué alegría, Señor, el poder verte a Ti y el no vernos a nosotros! ¿Qué más da flores o espinas si eres Tú el que las das, el que nos las llevas y el que nos las quitas? Nosotros no hacemos nada, pues nada sabemos hacer; Tú lo haces todo... Nosotros, si hablamos de la cruz, es para quejarnos con egoísmo; si buscamos consuelo, a nosotros [nos] buscamos; si queremos amarte, lo hacemos con ruindad, y no sabemos...
¡Qué alegría, Señor, pensar que Tú nos lo haces todo!..., entonces todo es grande y hermoso.
Señor, no puedo detenerme, porque si me detengo, es para buscarme a mí mismo, y en mí no hallo nada que merezca la pena; tengo que seguir hasta Ti, ¿qué me importan las flores? ¿Qué me importan las espinas? A Ti te tengo, tengo tu amor, lo tengo todo... Qué alegría el verse en nada, y sin nada.
Con estos pensamientos continuaba el viaje a Oviedo... A los lados del camino, dejaba muchas cosas, pero no las quería. Dios me esperaba allá en el horizonte, y no me podía detener, ni yo quería tampoco.
Cuesta mucho desprenderse,... pero una vez desprendido, se vuela mejor. Después rezaba Avemarías para que a ti te ayudara Dios como a mí me ayudaba.
Llegamos a Oviedo a las seis y media. Comimos en León e hicimos el viaje perfectamente sin marearse nadie” (Carta a su tía María, Oviedo, 8 de noviembre de 1935, en: Obras Completas).
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