Podemos cambiar, lo sabemos. Pero también hay veces en las que vemos que hay algún punto difícil en el que el cambio parece imposible.
Decía el Padre José Kentenich: “¿Dónde está el punto que no puedo superar y que siempre me revuelve por dentro de alguna manera?”[1].
Ese punto me habla de mi límite, de mi herida, de mi pecado habitual, de mi caída recurrente. Ahí sólo puede llegar Dios. Ahí sólo entra la gracia de su misericordia. Allí me encuentro limitado y torpe. Allí me dice Dios lo que le dijo a San Pablo: “Mi gracia te basta”.
Aunque me gustaría que todo fuera diferente y no tener que chocar siempre con la misma piedra. Me gustaría ser capaz yo sin tener que pensar siempre en su gracia, en su ayuda, en su amor. Pero eso es mi orgullo que me hace mezquino.
Nos educan desde pequeños a hacerlo todo solos, sin ayuda de nadie. Nosotros podemos. Y luego, cuando no podemos, nos encontramos desesperados, solos, rotos. Nos sentimos muy pequeños. ¡Qué bien nos hace la experiencia de nuestra debilidad!
En Cuaresma Jesús nos bendice en nuestra pobreza. La de ceniza no es una corona de oro. Nos ayuda a ver que somos imperfectos.Que el mundo es imperfecto. Que los demás también son imperfectos.
Nos encontramos con ese punto que nos hace más realistas. En mi pecado, en mi debilidad, Dios me habla.
Dice Anselm Grün: “Dios no está sólo en la Biblia, no habla solamente a través de la Iglesia, o a través de los ideales, sino que está también en mí mismo, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi cuerpo, en mis relaciones, en mi trabajo. En la medida en que descendemos a la terrenalidad y a nuestra humanidad, ascendemos a Dios”.
Dios no me habla sólo desde los grandes ideales que nos motivan y despiertan vida. No está sólo detrás de grandes experiencias religiosas donde me encuentro con Él y se llena el alma de luz.
Dios está también en lo más humano y mundano de mi vida. En mis pasiones y debilidades. En mis sombras. En mis heridas y tropiezos. Está en mi pecado aunque a mí me cueste unirlo a Él. Desde allí me levanta y me eleva.
Y justo ese punto que me parece insuperable, puede ser el puente tendido hacia el cielo, mi lazo humano.
Algunas cosas en nuestra naturaleza, en nuestra forma de ser y enfrentar la vida, en nuestra experiencia fundamental, no se pueden cambiar. Experimentaré en ello la frustración. Y volveré la mirada a Dios que todo lo calma y pacifica.
Él toca mi herida y sana mi dolor. Él se abaja hasta donde yo estoy caído. Se encuentra conmigo en ese punto insuperable en el que me encuentro tendido a sus pies.
Es sano abismarme sobre mí mismo para comprobar lo que Dios quiere de mí. Para ver su rostro inclinado sobre mi dolor y su voz calmando mis silencios.
No me quiere distinto a lo que soy, lleno de perfecciones que no tengo. Curiosamente me quiere como soy. Me mira de una forma como yo no me miro. Me veo tan pobre y carente de todo. Caído y roto.
Me quiere en mi debilidad y se conmueve. Me quiere cuando me ve deseoso de correr luchando por superar los límites de mis pausas. Me quiere y me levanta. Así es el amor de Dios.
Lo encuentro en mi torpeza, en ese pecado que me parece insuperable. Y Él me lo vuelve a recordar: “Mi gracia te basta”. Y yo confío en que cada día vendrá para hacerme creer en mí mismo.
P. Carlos Padilla en aleteia.org
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