La pasión, nuestra pasión… la esperamos, es cierto; sabemos que ha de llegar y hemos acordado que nos proponemos vivirla con cierta grandeza. Esperamos que llegue la hora de nuestro propio sacrificio. Como un leño en la hoguera, sabemos que debemos ser consumidos. Como una hebra de lana cortada con tijeras, debemos ser separados. Como un ser joven al que se degüella, debemos ser suprimidos. Esperamos la pasión; la esperamos, y no acaba de llegar. Lo que llega son las paciencias.
Las paciencias, esos fragmentos de pasión, cuyo oficio es matarnos muy dulcemente por tu gloria, matarnos sin nuestra gloria. Desde por la mañana, vienen a nuestro encuentro: son nuestros nervios demasiado tensos o demasiado lánguidos; es el autobús que pasa lleno, la leche que se sale, los deshollinadores que llegan, los niños que todo lo enredan; son los invitados que trae nuestro marido, y ese amigo que no viene; es el teléfono que no para, los que amamos que ya no se aman; son las ganas de callar y la obligación de hablar; son las ganas de hablar y la necesidad de callar; es querer salir cuando estamos encerrados, y quedarnos en casa cuando tenemos que salir; es el marido en quien nos gustaría apoyarnos y que es el más frágil de los niños; es el hastío de nuestra ración cotidiana, y el deseo nervioso de todo lo que no es nuestro.
Así llegan nuestras paciencias, en formación o en fila india, y siempre olvidan decirnos que son el martirio que nos fue preparado.
Dom Mauro Lepori
Abad General del Císter
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