Evangelio
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?»
Y se escandalizaban a cuenta de Él.
Les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, y se admiraba de su falta de fe.
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?»
Y se escandalizaban a cuenta de Él.
Les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, y se admiraba de su falta de fe.
Marcos 6, 16
El relato evangélico sitúa a Jesús en Nazaret, su pueblo, donde ha vuelto, acompañado por sus discípulos. La escena se desarrolla, el sábado, en la sinagoga, centro local de la oración y del culto. En ella se agolpa una multitud curiosa y expectante. Y cuando comienza a enseñar ante la gente se produce un gran asombro, es decir, una sorpresa enorme ante una palabra fuera de lo común, llena de autoridad y sabiduría, absolutamente nueva en el contenido y en el estilo. Pero la sorpresa y el asombro que podían conducir a la admiración y a la recepción positiva, degenera en desconfianza y recelo, que darán paso, posteriormente, al rechazo.
El asombro ante sus palabras suscita diferentes preguntas: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas, no viven con nosotros aquí?» Los paisanos de Jesús no niegan la sabiduría de su enseñanza, ni los milagros obrados por sus manos, pero en ellos tiene un peso mucho más determinante el hecho de que le conocen de toda la vida; es uno del pueblo, es el carpintero, el hijo de María. Bloqueados por los prejuicios, no son capaces de ir más allá de las apariencias, de las propias constataciones; están ciegos y no ven más allá de sus esquemas cerrados. Hasta el punto de que desconfían de él.
Y es que, según su mentalidad, los orígenes de Jesús son demasiado corrientes, demasiado sencillos como para que pueda ser el enviado de Dios. Por otra parte, el mensaje que les ofrece rompe los esquemas de las explicaciones tradicionales de los escribas y doctores de la Ley. Curiosamente, no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, y se extrañó de su falta de fe. En cambio, en el fragmento del Evangelio del domingo pasado contemplábamos la curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo, dos milagros obrados por Jesús, en correspondencia a una actitud de fe.
Jesús se hace presente continuamente en nuestra vida, y su paso es siempre salvador. Por eso, es preciso superar esa especie de síndrome de los nazaretanos que les hizo perder una gran oportunidad y que también nos puede afectar a nosotros, aunque sea de otra manera y en medida diferente. Sería lamentable que nos escondamos en esquemas cerrados, en ideas previas, en mecanismos de defensa, en rutinas y temores, en una religiosidad a la propia medida, en justificaciones varias, porque en el fondo no queremos abrir el entendimiento y el corazón plenamente al Señor, porque tenemos miedo a un compromiso mayor, por miedo a nuevas llamadas, porque de alguna forma no queremos dejarlo todo para seguirle más de cerca.
El asombro ante sus palabras suscita diferentes preguntas: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas, no viven con nosotros aquí?» Los paisanos de Jesús no niegan la sabiduría de su enseñanza, ni los milagros obrados por sus manos, pero en ellos tiene un peso mucho más determinante el hecho de que le conocen de toda la vida; es uno del pueblo, es el carpintero, el hijo de María. Bloqueados por los prejuicios, no son capaces de ir más allá de las apariencias, de las propias constataciones; están ciegos y no ven más allá de sus esquemas cerrados. Hasta el punto de que desconfían de él.
Y es que, según su mentalidad, los orígenes de Jesús son demasiado corrientes, demasiado sencillos como para que pueda ser el enviado de Dios. Por otra parte, el mensaje que les ofrece rompe los esquemas de las explicaciones tradicionales de los escribas y doctores de la Ley. Curiosamente, no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, y se extrañó de su falta de fe. En cambio, en el fragmento del Evangelio del domingo pasado contemplábamos la curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo, dos milagros obrados por Jesús, en correspondencia a una actitud de fe.
Jesús se hace presente continuamente en nuestra vida, y su paso es siempre salvador. Por eso, es preciso superar esa especie de síndrome de los nazaretanos que les hizo perder una gran oportunidad y que también nos puede afectar a nosotros, aunque sea de otra manera y en medida diferente. Sería lamentable que nos escondamos en esquemas cerrados, en ideas previas, en mecanismos de defensa, en rutinas y temores, en una religiosidad a la propia medida, en justificaciones varias, porque en el fondo no queremos abrir el entendimiento y el corazón plenamente al Señor, porque tenemos miedo a un compromiso mayor, por miedo a nuevas llamadas, porque de alguna forma no queremos dejarlo todo para seguirle más de cerca.
+ José Ángel Saiz Meneses
obispo de Tarrasa
obispo de Tarrasa
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