En los 26 años que llevan casados, Antonio y Mari Carmen han tenido 13 hijos. Once viven, dos están en el cielo. Su primera hija, María, sufre una severa deficiencia, y tras el sexto, Mari Carmen fue diagnosticada de cáncer. Pero a ellos nunca les ha faltado la gracia necesaria para superar cada prueba. Es más: a pesar de nuestras debilidades, aseguran, «nos ha elegido para dar testimonio de que, en Dios, todo es posible»
En la época en la que nosotros hemos tenido los hijos, desde 1987 a 2005, a mí me paraban por la calle y me decían que si no teníamos en casa televisión, y que cuándo íbamos a parar. En nuestra familia tampoco nos entendían, porque ésta era una obra de Dios de la que nosotros somos los primeros sorprendidos. Es verdad que cuesta, como todo lo que vale la pena en la vida, pero ver la obra de Dios por haberte fiado de Él, llena la vida.
Nosotros somos hijos de una generación a la que educaron para realizarse a sí mismos, en una época en la que la mujer empezaba a ser alguien en la sociedad fuera del ámbito familiar. Somos un matrimonio: Antonio y Mari Carmen. Tenemos 53 y 51 años respectivamente. Llevamos 26 años casados y tenemos once hijos y dos en el cielo.
Con sentido del humor
...y, en 1992
Con cierta ironía y no menos gracia, un tío nuestro intuyó mucho de lo que el Señor nos tenía preparado, y eso que estábamos entonces esperando nuestra primera hija. Nos felicitó nuestras primeras Navidades juntos, en 1986, y las de 1992, cuando ya teníamos seis hijos, con los dibujos que ilustran estas páginas. Sin sentido del humor, es más difícil llevar a cabo una empresa como ésta. Siempre nos ha sido dada una gracia especial que nos hace reírnos en los momentos difíciles. Es el Espíritu Santo, que nos anima con sus dones.
Tenemos un amigo monje benedictino catalán que nos conocía muy bien y, cuando empezamos a tener hijos, con un humor contenido nos decía que es que nosotros éramos «unos chicos muy aplicados». Si tuviéramos que dar una experiencia muy concreta en nuestra vida, sólo diríamos que lo único que hemos hecho ha sido amarnos.
Hemos recibido de nuestros padres una formación cristiana, pero es en la Iglesia, en una comunidad cristiana, donde se nos ha entregado todo lo que la Humanae vitae hablaba sobre el amor humano y la transmisión de la vida. También la Iglesia, como una madre, nos ha hecho llegar muy sencillamente las catequesis tan profundas que dio en su día, sobre la teología del cuerpo, Juan Pablo II. Nuestro Papa, con el que empezamos nuestro noviazgo y todo el recorrido fértil de nuestro matrimonio, despoja la sexualidad humana del puritanismo y recupera la dimensión santa de la sexualidad por su potencia creadora, y por ser vehículo de expresión del amor entre los esposos y sacramento en el que Cristo mismo se hace presente.
Del perdón, a la confianza
El amor humano ha ido creciendo en la medida de la fe. Fiarnos de Dios no nos ha quitado nada, sino que nos ha permitido encontrar el verdadero amor, que es Cristo mismo en medio de nosotros; un Cristo hombre y Dios que se hace carne en el sacramento de nuestro matrimonio, en concreto, restañando todas las heridas, traumas, incapacidades y debilidades que arrastrábamos, y potenciándonos para amarnos sin reservas.
La experiencia del perdón de los pecados, y en concreto con la sexualidad, es la que nos ha llevado al convencimiento de que en nuestra vida lo mejor era fiarse de Dios como nuestro Padre, y recibir de Él los hijos en el matrimonio como don para nosotros y para el resto de los hijos.
La apertura a la vida es fruto de haber conocido nuestra debilidad, y de saber que Dios nos ha amado hasta el extremo de no tener en cuenta nuestros pecados y nuestras debilidades, sino que más bien nos ha elegido para ser testimonio de que, en Dios, todo es posible: la regeneración de lo que está perdido por las heridas del pecado, la posibilidad de cumplir la misión por encima de las fuerzas humanas. De esta experiencia vivimos cada día, abiertos a la realidad de que Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene en la Historia, y que todo sucede para bien de aquellos que le aman.
Dios quiere lo débil
«Ésta es nuestra hija mayor, María. Con ella
estamos aprendiendo que la Cruz de Cristo
es salvífica»No es verdad que la maternidad te esclavice; te da la posibilidad de entregarte y salir de ti, de amar a un ser distinto de ti que te necesita. Nuestra primera hija, que ya ha cumplido 25 años, tiene un trastorno generalizado del desarrollo con una severa deficiencia mental. Nos costó mucho entender lo que la pasaba y aceptar esta realidad en nuestra vida, pero de ella hemos aprendido que Dios quiere lo débil del mundo, y con ella nos está regalando hacernos un poco pequeños. Tanto a mi marido como a mí, Dios nos ha dado muchos dones, humanamente hablando, pero el problema de nuestra hija nos ha hecho ver que la inteligencia no lo es todo, y que hay cosas que para Dios tienen un gran valor aunque, a priori, las rechacemos. Yo de niña veía una persona con Síndrome de Down y me asustaba; hoy puedo valorar y mirar de cara el sufrimiento sin horrorizarme, porque veo el rostro de Dios detrás de ello.
Con María, estamos aprendiendo que la Cruz de Cristo es salvífica, que el sufrimiento tiene un sentido para nuestras vidas, aunque no lo entendamos. Ella es nuestra gran riqueza, nuestro talismán; quizá sólo por ella, esta gran familia tenga su sentido.
Necesitamos mucho de Dios para ayudar a todos los hijos, porque todos nos necesitan, independientemente de sus capacidades; y lo que hemos aprendido es que Dios es su Padre, el que les ha dado la vida y sólo Él lleva la historia de cada uno. Nosotros intentamos ser un pequeño reflejo del amor que Dios les tiene.
La mano de Dios nos cubre
Otra experiencia de las grandes familias es que «los hijos de la juventud son como flechas en manos de un guerrero»; es decir, que nuestros hijos, lejos de ser una carga, son nuestra alegría, el baluarte en el que nos apoyamos, nuestra defensa en el combate de la fe contra el enemigo.
Cuando tuve la sexta hija, tuve después un aborto y seguidamente me diagnosticaron un cáncer. Me tuvieron que extirpar un trozo de costilla, y al año siguiente me volvieron a operar pensando en una recidiva; lo cierto es que se había formado un callo; claramente Dios puso su mano sobre nosotros en este acontecimiento de muerte, y con más fuerza, en mi caso, me concedió abrirme de nuevo a la vida; tuvimos después cinco hijos más y un aborto antes del último hijo. Tengo que decir que soy una mujer muy miedosa, y que esto es sólo obra de Dios. Me tocaba, no morir, sino vivir y seguir entregando la vida hasta que Dios me llame a su presencia.
Hacia la felicidad, dándose
La familia al completo
Dándose es como se encuentra la felicidad. Yo necesitaba más bien que me dieran, y Dios me ha colmado y ha puesto delante de mí un ejército en el que me puedo dar por completo y donde tengo mi verdadera misión. En el matrimonio y, ya antes, en el noviazgo, habíamos experimentado la grandeza del amor de Dios, que nos ha rescatado de la muerte, que nos ha dado todo; hemos experimentado el amor de Dios a través del amor humano, como una sola cosa dentro del matrimonio, nos ha permitido vivir una sexualidad plena, nos ha regalado unos hijos a los que amar, nos ha metido en su Iglesia que, como una madre nos instruye y nos revela sus grandes misterios de los que nos está haciendo partícipes dentro de una comunidad cristiana que nos conoce cómo somos y nos quiere en nuestra realidad. Con la milésima parte de todo esto, nos habría bastado, pero Dios es grande en amor y nos ha colmado.
Ésta es nuestra historia, no exenta de luchas, caídas, desconfianzas e infidelidades, pero Dios ha sido fiel. Necesitamos cada día la gracia para no murmurar y poder verle en las dificultades grandes o pequeñas de cada día, porque somos muy débiles; así nos ha hecho el Señor: una gran familia de personas pequeñas que se apoyan en Él, a través de los sacramentos, la escucha de su Palabra y la fidelidad a su Iglesia. Todos los dones que nos ha dado, que no son pocos, están al servicio de la misión que nos encomienda.
María del Carmen Peña en Alfa y Omega
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