Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor y entregar la oblación (como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con Él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel». (...)
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana...; no se apartaba del Templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a su ciudad de Nazaret. El Niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Lucas 2, 22-40
l precioso texto de la Presentación de Jesús en el Templo inunda la Eucaristía del próximo domingo. La sugestiva procesión de las candelas, al comenzar la celebración, nos recuerda la entrada de Jesús, en brazos de su Madre, en el templo de Jerusalén. Es un signo en el que contemplamos a la Virgen María, la Consagrada por excelencia, que lleva en sus brazos a la Luz misma y que, en este día, manifiesta también «la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo» (Benedicto XVI, Homilía 2 de febrero 2013), que se hizo uno de nosotros para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.
El relato, recogido en el capítulo segundo de San Lucas, nos muestra el cumplimiento de la ley mosaica por parte de la Sagrada Familia. Llevan al niño al Templo para ofrecerlo al Señor. San Lucas va ampliando poco a poco, en su relato, el horizonte de los que oyen la Buena Noticia: los primeros fueron los pastores, hoy son los ancianos Simeón y Ana. Aquellos trasmiten a todos los que quieran oírles su experiencia vivida. Éstos hacen su propuesta, explicando cómo entienden ellos los gestos y las acciones de Dios de los que están siendo testigos.
Y, ¿qué ven Simeón y Ana? Ven una familia pobre que viene de un pueblo insignificante. Pero el Espíritu Santo que estaba con ellos les abre los ojos. A través de aquellos signos de pobreza -ofrecen tan sólo dos pichones, que es la tasa del rescate válida para los más pobres-, descubren la grandeza de Quien tienen delante y de lo que su presencia va a significar para la Humanidad. Esa luz que debe alumbrar a las naciones amanece, en primer lugar, en su corazón para saber comprender y acoger la propuesta de Dios por encima de las apariencias o los prejuicios.
Jesús se ha hecho pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza. Elige una pedagogía interpelante para encontrarse con el hombre que, en palabras del Papa Francisco, se convierte en un magnífico camino para que el hombre descubra a Dios: «Ellos (los pobres) tienen mucho que enseñarnos. (...) Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos».
Simeón y Ana saben descubrir estos signos y comienzan a seguir el camino que tal revelación propone. Se dan cuenta de que todo cobra un nuevo sentido y se deciden a anunciarlo. San José y Santa María se admiran de lo que aquellos pobrecitos decían de su Hijo; sólo los pobres tienen la capacidad de admirase ante otros. A los padres de aquel Niño les costará comprender plenamente el plan de Dios y la misión que se les encomienda -una espada te traspasará el alma-, pero, sin pretenderlo, también ellos se han convertido ya en luz para todas las generaciones y en testigos de un Dios que nos salva.
Sepamos descubrir el plan de Dios en nuestras vidas. Dejémonos interpelar por su mensaje y permitamos que su luz nos haga ver la luz, para convertirnos en luz para los demás.
+ Carlos Escribano Subías
obispo de Teruel y Albarracín
obispo de Teruel y Albarracín
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