El matrimonio, como todo lo bueno de este mundo, es una mezcla de cosas buenas y no tan buenas, de risas y de llantos, de alegrías y sufrimientos. No hay que ser idealista ni pelagiano: un matrimonio cristiano necesita ser redimido por Cristo y eso implica que los esposos deben convertirse, pedir perdón y permitir que Dios transforme ese matrimonio a imagen de la Trinidad. El matrimonio, además, como todas las cosas grandes e importantes, está formado por unos pocos acontecimientos excepcionales y trascendentales y por una multitud de pequeñeces cotidianas e igualmente trascendentales.
Les contaré una de esas cosas pequeñas. El otro día, mi mujer estaba echándome la bronca por haber dejado un abrigo tirado encima de la cama, en lugar de colocarlo ordenadamente en un armario. Como imaginarán, no era la primera regañina que he recibido por ese motivo, porque soy bastante despistado (o, como diría con cierta razón mi mujer, porque soy alérgico al orden y a la limpieza y apenas me distingo en nada de un vagabundo recogelatas).
Alegar excusas o justificaciones habría sido un acto suicida. Acuciado por el instinto de supervivencia, puse cara compungida y me humillé debidamente, reconociendo que mi esposa tenía razón en todo lo que decía y que yo era prácticamente un despojo subhumano, que no merecía convivir con personas normales. Está claro que Israel era un pueblo de dura cerviz porque no estaba casado y que el matrimonio es un estupendo don del cielo que nos muestra cómo somos en realidad, sobre todo a los maridos.
La perorata continuó durante un buen rato. Sin embargo, como tantas veces les sucede a los villanos de las películas, el fallo de mi mujer consistió en querer hacer un gesto teatral. En el punto culminante de su filípica, se acercó al abrigo y dijo: “¿Quién podría ser tan descuidado y desconsiderado como para dejar esto aquí?” Y, en ese momento, agarró el abrigo, lo levantó… y debajo apareció su propio abrigo.
Fue como abrir un regalo de cumpleaños. O mejor, como descubrir que los padres, en realidad, son los Reyes Magos. Estuve media hora riéndome a carcajadas. Recuerdo el tiempo porque, más o menos a cada minuto, venía mi mujer y me daba una colleja, por listo. Es cierto eso que dicen de que la felicidad nos hace más productivos, porque ese día traduje el doble que otros días y ni me enteré. Fue un buen día.
Supongo que, ahora, los lectores esperarán la moraleja del asunto. Pues no hay ninguna. La vida no es una sucesión de fábulas de Esopo. A veces, basta con alegrarse y disfrutar de las cosas, sin necesidad de conclusiones moralizantes. Si me apuran, diré que el asunto me recuerda a la paja y la viga en el ojo de las que habló Nuestro Señor. Claro que, en este caso, mi mujer corregía mi viga sin ver la paja en su propio ojo y no al revés, pero eso son detalles sin importancia.
Y ¡sssh!, no le cuenten nada de esto a mi esposa, que todavía podría recibir un vigazo en la cabeza.
Bruno Moreno para Infocatólica
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