Sí, cuántas veces se me olvida que los otros son, todos y sin excepción, tan sagrario de Dios como lo soy yo. Estoy seguro de ello: si fuéramos en todo momento conscientes de esa realidad, se acabarían las guerras, y cualquier otro tipo de violencia, o vejación del hombre. Sería el Reino de Dios en la tierra y no habría cabida para odios, envidias, maledicencias o egoísmos. Pero no es fácil tenerlo siempre presente.
Hoy me he propuesto hacer el siguiente ejercicio: pasearme durante un rato, sin rumbo, concentrado sólo en las personas que se crucen en mi camino. Y no perder de vista, en ningún momento, que Dios se esconde en su corazón, que el “otro” es un sagrario viviente. Confieso que a veces cuesta. Porque tenemos prejuicios, y ya por el solo aspecto nos lanzamos a juzgar. Se nos olvida que Dios ve en nuestros corazones y que todo a lo que nosotros damos (en mayor o menor medida) importancia (forma de vestir, aspecto exterior, símbolos externos de riqueza o poder) a Él no le importa en absoluto. Bien. Si tengo esto presente, me resulta más sencillo mirar a los otros con Sus ojos. Y reconozco que aumenta mi amor por ellos y una leve sonrisa debe de iluminarme el rostro, porque siento que estoy entendiendo, y que Jesús camina a mi lado en este paseo-ejercicio. A veces, los árboles me distraen con su hermosura, o ese rayo de sol que de pronto se posa sobre la gota que se desliza por una hoja… y al fin, cae. Pero vuelvo a concentrarme, parece que ya me cuesta menos. Y se acerca a mí un anciano, y soy consciente de que en su interior vive Dios, y no puedo más que amarle y sentir por él una enorme ternura. Aprovecho para pedirle al Señor que le bendiga. Y me cruzo ahora con una madre y sus hijos, con una pareja de enamorados, con un borracho… En éste especialmente me detengo, me cuesta más, pero termino por ver en él también ese trocito de Dios que todos llevamos dentro. Y mi mirada cambia, ya no le veo igual, le mando una sonrisa y una bendición, y sigo mi camino.
Vuelvo a casa renovado. Sé que éste es un buen ejercicio y me propongo practicarlo a diario, aunque sólo sea un ratito. Con el tiempo (y la ayuda de la gracia), se convertirá en hábito: santo y sanador. Ver a Dios en los demás, y lo que es más importante, amar a Dios a través de los demás ¡Ayúdame Padre a conseguirlo! Ayúdanos a todos
Guillermo Urbizu
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