sábado, 11 de junio de 2011

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Evangelio



Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».


Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.


Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».


Juan 20, 19-23
 
San Juan -seguro que intencionadamente- no se ahorra ningún detalle en los recuerdos que pone por escrito. Este relato lo comienza mostrando cuál era la situación ambiental y anímica de los discípulos: las puertas cerradas y con miedo a los judíos. Encontrándose así, Jesús se va a mostrar extraordinariamente generoso con ellos. Como dirá san Pablo: «Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros». Los discípulos, en efecto, tenían miedo, pero un miedo que nacía de la humildad, de reconocer que, sin Jesús y el Espíritu, nada podían hacer.



Estando en esa situación tan propicia, una vez más experimentan la presencia del Resucitado, para el que no hay puertas que le impidan estar junto a los hombres, hasta el fin del mundo. Jesús resucitado viene con las manos llenas: trae en las manos y el costado, que son sus señas de identidad, la fecundidad salvadora que procede de la Cruz. Les ofrece la paz (Mi paz os doy) y el contagio de la alegría (se llenaron de alegría al ver al Señor). Son frutos maravillosos de la presencia entre nosotros del Señor resucitado.


Pero, en esta ocasión, Jesús ha venido a traerles el Espíritu que les había prometido: Recibid el Espíritu Santo. Desde su misma interioridad, con su aliento, como una nueva creación, Jesús entrega el Espíritu a su Iglesia. Lo hace desde la intimidad de su corazón, es decir, del mismo modo que lo había hecho en la cruz: desde su costado abierto, o cuando, después de expirar, entregó su Espíritu. Es así como Jesús hace pasar el Espíritu de sí mismo a su Iglesia, y es así como empieza un Pentecostés permanente hasta que el Señor vuelva. Es así como los discípulos reciben el amor que le une a su Padre Dios, para ser en el mundo testigos del amor. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y es así como les deja en medio de una realidad de pecado, que seguramente también afectará a su Iglesia, y por eso les encomienda llamar a la conversión, a la reconciliación y al perdón de los pecados.


Ese modo suave de entregar al Espíritu no tiene menos fuerza que el Pentecostés que nos narra el libro de los Hechos. El Espíritu irrumpe en el cenáculo como viento impetuoso y como fuego que comunica calor de vida y un lenguaje ardiente a la Iglesia, para que lleve al mundo la Buena Noticia del amor de Dios manifestado en Jesucristo. El Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles para, desde la Iglesia apostólica, adentrarse en la diversidad de las lenguas humanas y crear en el mundo la unidad en la confesión de un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre de todos. El Espíritu creador y renovador, que se muestra generoso en la distribución de la diversidad de dones y carismas y en encomendar diversos ministerios, tiene siempre como tarea formar un solo cuerpo que se afana en vivir la unidad, para que el mundo crea. Desde la unidad de la Iglesia, el Espíritu es el promotor de la audacia apostólica, esa que es capaz de cambiar el miedo por la libertad, para una inmersión en la misión en la que no haya fronteras que impidan, en ardor y creatividad, el anuncio de Jesucristo.


+ Amadeo Rodríguez Magro


obispo de Plasencia

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