Evangelio
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos»
Mateo 28, 16-20
No fue una despedida
El tono festivo que la Iglesia le ha dado siempre a la solemnidad de la Ascensión se entiende, sobre todo, porque los cristianos siempre tomaron conciencia de que no se trató de una despedida, sino más bien de una presencia diversa del Señor entre nosotros y, además, permanente. No podría ser de otro modo; Jesús vino, según Mateo, como el Emmanuel (Dios con nosotros). Por eso, la Ascensión no es ausencia, sino otro modo de expresar la nueva presencia de Jesucristo resucitado. De hecho, la Iglesia vive con gratitud permanente las palabras con las que Jesús concluye su envío a los discípulos: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Con estas palabras, el Señor quiso manifestar que no iba a dejar huérfanos a sus discípulos. Las pronuncia en el momento oportuno, cuando acaba de encomendarles su misión definitiva: la de ser sus testigos hasta los confines del mundo, bautizando a los que crean en Él en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Viviendo de Jesucristo, siempre presente en ellos, y con la fuerza del Espíritu Santo que Jesús les promete una vez más, los discípulos han de hacer discípulos que, como ellos, guarden todo lo que Jesús les ha mandado. En esta empresa, los enviados del Señor serán humildes trabajadores de su viña, testigos que preparen la llegada de su Reino con total disponibilidad y confianza en los tiempos y en los momentos que sólo Dios conoce, y siempre en espera de que Jesús vuelva.
¡Es tan sublime y misterioso el acontecimiento del que son testigos, que inevitablemente los once discípulos se quedaron con el alma en vilo y sin saber qué hacer! Pero dos hombres vestidos de blanco les invitaron a mirar hacia la misión que Jesús les acababa de encomendar. Naturalmente que no les quieren quitar el encanto que para ellos y para nosotros ha de tener el cielo, nuestro destino. Lo que los dos hombres les dicen a los discípulos es que, hasta el encuentro con el Señor, hasta que vuelva, han de saber vivir la relación entre el cielo y la tierra: con los pies en la tierra y la mirada en el cielo. Les recuerdan que el necesario pensamiento del cielo nunca ha de distraerles de su responsabilidad en la tierra; al contrario, la ha de afianzar y fortalecer.
ímites, siempre ha sabido ser, como dicen los orientales, un icono de la Ascensión del Señor: hace presente a Cristo en la tierra en los sacramentos, y en especial en la Eucaristía; en el corazón del cristiano; en los pobres, con los que Jesús se identifica; en la oración o en la comunión fraterna. Como la vida eterna es Dios mismo, su abrazo infinito y eterno, para el cristiano nunca ha de haber ruptura entre la tierra y el cielo, sino, por el contrario, siempre continuidad. Esa unión entre cielo y tierra la expresó maravillosamente santa Teresa del Niño Jesús, cuando escribió: «Yo quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra». Lo nuestro, de momento, sería: Yo quiero pasar por la tierra haciendo siempre de ella el cielo.
+ Amadeo Rodríguez Magro
obispo de Plasencia
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