Evangelio
En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos:
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Juan 6, 51-58
¡Qué hermoso y denso texto evangélico nos regala la Iglesia en la celebración del Corpus Christi! En este discurso a los judíos, Jesús repite reiteradamente y con diversas expresiones no sólo una nueva y distinta definición de sí mismo, sino, sobre todo, un ofrecimiento: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo». Manifiesta, además, que el que come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna. Por el evangelio de Juan sabemos que, cuando Jesús pronuncia estas palabras, no fueron fácilmente aceptadas por sus oyentes. Se preguntaban: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Es natural, los judíos, y los mismos discípulos, aún no sabían nada de lo que Jesús hará en la Última Cena. No conocían que estas palabras se hacen realidad en el Cenáculo: Esto es mi cuerpo; Ésta es mi sangre. Ni podían saber que este ofrecimiento se haría realidad en la Cruz y que se renovaría más tarde en la Eucaristía.
Nosotros no sólo tenemos todos esos datos, sino que experimentamos, por nuestra participación eucarística, que el Cuerpo entregado y la Sangre derramada es el alimento que da la vida al mundo; y que, en cada Eucaristía, Jesús mantiene su palabra y nos dice: «Yo soy el Pan de vida». No obstante, también en nuestro caso es importante que nos preguntemos: ¿Qué sentimos al escuchar de nuevo estas palabras de Jesús? Pero tengamos en cuenta que a esta pregunta sólo podemos responder desde la fe de la Iglesia. Para aceptar que Jesús es el Pan que nos alimenta, es necesario confesar la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. «Jesucristo está presente en la Eucaristía de un modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de un modo verdadero, real y sustancial: con su cuerpo y con su sangre, con su alma y su divinidad. Cristo todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, 282). No sobra nada y todo alimenta nuestra fe.
Lo que celebramos con gratitud en el Corpus Christi es justamente la presencia de Cristo como Pan vivo que ha bajado del cielo. Los frutos en nosotros de esta Presencia son consecuencias necesarias de la riqueza de este Misterio: la fraternidad de los que comen de un solo cuerpo o la caridad que se manifiesta en amor y servicio hacia los más débiles, manan del misterio eucarístico que nos alimenta. Cuanto más renovemos, en este día de manifestación pública del Santísimo Sacramento en nuestras calles, la fe en la presencia de Cristo en la Eucaristía -en el altar, en el sagrario o en la custodia-, más saldremos fortalecidos en el amor.
Será ésta una fe que se refleje en actitudes interiores y que se muestre en formas externas. Con el Beato Juan Pablo II recuerdo esta relación necesaria: que, al celebrar, profundicemos en el misterio de salvación que se está realizando a través de los gestos y de las palabras de la liturgia; que nos situemos ante la Eucaristía en adoración, por supuesto interior, pero también en actitudes corporales, en el tono de voz, o en el silencio mismo, para que nuestra vida se sitúe ante el misterio eucarístico en actitud de escucha y acogida; que nos dejemos atraer y ganar por la presencia de Cristo a Quien contemplamos en la Eucaristía.
+ Amadeo Rodríguez Magro
obispo de Plasencia
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