Evangelio
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Mateo 28, 16-20
Celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio supremo, central, fundamental, de nuestra fe; el misterio de un solo Dios en tres personas. Un misterio que sobrepasa, que desborda absolutamente nuestra inteligencia humana, al que podemos acceder desde la fe. Un misterio revelado por Cristo, que debería ocupar la mayor parte de nuestra oración y estudio, que debería ocupar más espacio en las catequesis y predicaciones, y también debería ser el elemento principal de la vida de fe de los fieles. Es un misterio de amor de Dios a sus hijos, que debemos contemplar en actitud de adoración.
El Padre es el origen, el Hijo es la revelación y el Espíritu Santo es la comunicación. Contemplamos al Padre como Creador y Padre misericordioso, que conoce, que actúa, que ama. Es la Vida misma, el Santo, es la misericordia, el Amor. Su paternidad respecto al ser humano es real, es eterna y total, continua y consciente. Es decir, que nada poseemos que no proceda de Él. En esto consiste la Buena Nueva del Evangelio, en que somos hijos de Dios, llamados a formar una familia en fraternidad y comunión.
Cristo es el Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada. Contemplamos su realidad humana, su cuerpo real, su conocimiento, su voluntad, su amor, su sensibilidad. Contemplamos su realidad personal divina, como el Hijo de Dios. Contemplamos al Hijo, que es apertura a la comunicación del Padre, eternamente engendrado, que todo lo recibe del Padre. Nosotros, sólo podremos vivir nuestra filiación y desarrollar nuestra personalidad de hijos de Dios en apertura al Padre y al Hijo.
Contemplamos al Espíritu Santo, que posee la misma divinidad del Padre y del Hijo, y que, por lo tanto, es infinito, omnipotente, y sobre todo es amor. El Espíritu Santo es como el fruto del amor recíproco del Padre y del Hijo. Él guía al creyente hacia la verdad y el bien, y mueve el cosmos y la Historia hacia la plena recapitulación final. Bajo su luz, el creyente avanza en el conocimiento de Cristo y del Padre, y por su impulso es capaz de ser ante el mundo testigo de la Verdad.
El fundamento de la vida y de la espiritualidad cristiana es la realidad de que Padre, Hijo y Espíritu Santo han querido constituirse en principio de vida nueva para nosotros. Por eso, todos los elementos que componen nuestra vida han de estar referidos a esta relación personal y, asimismo, los planteamientos espirituales han de estar centrados en la inhabitación de la Santísima Trinidad. Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo (véase 2Cor 13, 13) nos ayuden a penetrar en este misterio de amor y a dejar que transforme nuestra existencia.
El Padre es el origen, el Hijo es la revelación y el Espíritu Santo es la comunicación. Contemplamos al Padre como Creador y Padre misericordioso, que conoce, que actúa, que ama. Es la Vida misma, el Santo, es la misericordia, el Amor. Su paternidad respecto al ser humano es real, es eterna y total, continua y consciente. Es decir, que nada poseemos que no proceda de Él. En esto consiste la Buena Nueva del Evangelio, en que somos hijos de Dios, llamados a formar una familia en fraternidad y comunión.
Cristo es el Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada. Contemplamos su realidad humana, su cuerpo real, su conocimiento, su voluntad, su amor, su sensibilidad. Contemplamos su realidad personal divina, como el Hijo de Dios. Contemplamos al Hijo, que es apertura a la comunicación del Padre, eternamente engendrado, que todo lo recibe del Padre. Nosotros, sólo podremos vivir nuestra filiación y desarrollar nuestra personalidad de hijos de Dios en apertura al Padre y al Hijo.
Contemplamos al Espíritu Santo, que posee la misma divinidad del Padre y del Hijo, y que, por lo tanto, es infinito, omnipotente, y sobre todo es amor. El Espíritu Santo es como el fruto del amor recíproco del Padre y del Hijo. Él guía al creyente hacia la verdad y el bien, y mueve el cosmos y la Historia hacia la plena recapitulación final. Bajo su luz, el creyente avanza en el conocimiento de Cristo y del Padre, y por su impulso es capaz de ser ante el mundo testigo de la Verdad.
El fundamento de la vida y de la espiritualidad cristiana es la realidad de que Padre, Hijo y Espíritu Santo han querido constituirse en principio de vida nueva para nosotros. Por eso, todos los elementos que componen nuestra vida han de estar referidos a esta relación personal y, asimismo, los planteamientos espirituales han de estar centrados en la inhabitación de la Santísima Trinidad. Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo (véase 2Cor 13, 13) nos ayuden a penetrar en este misterio de amor y a dejar que transforme nuestra existencia.
+ José Ángel Saiz Meneses
obispo de Tarrasa
obispo de Tarrasa
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