Benedicto XVI ha dicho todo esto y más este pasado miércoles en la audiencia general:
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos
de los Apóstoles, hoy quisiera iniciar a hablar de la oración en las cartas de
san Pablo, el apóstol de las gentes. Antes de todo querría notar como no es
causal que sus cartas sean introducidas y se cierren con expresiones de oración:
al inicio agradecimiento y oración, al final la esperanza de que la gracia de
Dios guíe el camino de la comunidad a la cual está dirigida el escrito. Entre la
fórmula de apertura: “agradezco a mi Dios por medio de Jesucristo” (Rm. 1,8), y
del deseo final: la “gracia del Señor Jesucristo esté con todos ustedes” (1Cor.
16,23), se desarrollan los contenidos de las cartas del apóstol. La de san Pablo
son una oración que se manifiesta en una gran riqueza de formas que van del
agradecimiento a la bendición, de la alabanza a la solicitud y a la intercesión,
del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra como la
oración involucra y penetra todas las situaciones de la vida, sean aquellas
personales, sean aquellas de la comunidad a la que se dirige.
Un primer elemento que el apóstol nos quiere hacer entender es que la oración
no tiene que ser vista como una simple obra buena realizada por nosotros hacia
Dios, una acción nuestra. Es sobre todo un don, fruto de la presencia viva,
vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la carta a los Romanos
escribe: “Del mismo modo también el Espíritu viene para ayudar a nuestra
debilidad: no sabemos de hecho cómo rezar de manera adecuada, pero el Espíritu
mismo intercede con gemidos inexpresables” (8,26). Y sabemos cuanto sea verdad
lo que dice el apóstol: “No sabemos cómo rezar de manera conveniente”. Queremos
rezar pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje para hablar con
Dios, ni siquiera el pensamiento.
Solamente podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios,
esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El apóstol dice:
justamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, o este deseo de
entrar en contacto con Dios es oración que el Espíritu Santo no sólo entiende,
pero lleva, interpreta hacia Dios. Justamente esta debilidad nuestra se vuelve
–gracias al Espíritu Santo–, verdadera oración, verdadero contacto con Dios. El
Espíritu Santo es casi el intérprete que nos hace entender a nosotros mismos y a
Dios qué es lo que queremos decirle.
En la oración nosotros experimentamos más que en otras dimensiones de la
existencia, nuestra debilidad, nuestra pobreza, el ser creaturas, pues somos
puestos delante de la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más
progresamos en el escuchar y dialogar con Dios –de manera que la oración se
vuelve la respiración cotidiana de nuestra alma–, tanto más percibimos también
el sentido de nuestro límite, no solamente delante a las situaciones concretas
de cada día, pero también en la misma relación con el Señor. Crece entones en
nosotros la necesidad de confiar, de confiarnos siempre a Él; entendemos que “no
sabemos … cómo rezar de manera conveniente”. (Rm. 8,26). Y es el Espíritu Santo
que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón,
guiando nuestro dirigirse a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo el
operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra
debilidad y transformarnos de hombres atados a la realidad material, a hombres
espirituales.
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