Ni la historia ni la
hagiografía han estado acertadas al transmitirnos la efigie física y moral del
apóstol San Juan. Nos han legado de él una imagen tierna y cromática, un santo
imberbe, casi feminoide, cuando, en realidad, fue un carácter vigoroso y
fuerte.
Aceptamos con facilidad
que los demás apóstoles fuesen duros, podríamos decir que hasta broncos. La obra
pedagógica de Jesús sólo penosamente logró limarlos, debiendo confiar al
Espíritu la tarea de hacer de aquellos galileos ásperos unos instrumentos aptos
para el apostolado. Pero con San Juan hacemos una excepción. Indefectiblemente
le damos el calificativo del "discípulo amado", el que tuvo la dicha suprema de
recostar su cabeza sobre el pecho del Señor en la última cena, y ya no pensamos
en más, creyendo haber agotado su biografía y su psicología. De esta forma nos
quedamos a la mitad del camino, no atisbando más que uno de los aspectos de su
personalidad polifacética.
A Juan hay que
asociarle con su hermano Santiago. juntos forman ambos un excelente binomio, son
los "hijos del Zebedeo", los pescadores ribereños del Tiberíades, hechos a las
faenas rudas de la pesca, a las tormentas del lago y a la exaltación
religiosa.
Los hijos del Zebedeo
tenían la conciencia de su propio valor. Su categoría social les colocaba en una
situación desahogada, como patronos de una embarcación, con un negocio próspero,
que consentía tener criados y todo. Trabajaban, sí, pero también mandaban, y
además tenían ambiciones.
El Maestro conoció
primero a Juan, que era discípulo del Bautista y esperaba confiadamente la
"redención de Israel". Con mucha fe, con mucho ardor, pero con ideas un tanto
confusas. Porque la predicación del Bautista, rígido y austero como un esenio,
cubierto con una piel de camello y alimentándose de langostas y miel silvestre,
arrebataba el entusiasmo de los aldeanos que rodeaban el Jordán. Ellos captaban
con avidez sus palabras, mas lo único que percibían con claridad era que "el
reino de Dios estaba próximo".
Aquel reino de Dios iba
envuelto en conceptos mesiánicos, expresados con bellas imágenes de los antiguos
profetas, donde era difícil separar la metáfora de la realidad. Así cada uno
alimentaba en su interior un reino conforme a sus ideales. Juan, espíritu recto,
soñaría con un reino religioso, sin duda alguna, donde el Mesías, Cordero de
Dios, que iba a redimir a su pueblo, le devolvería la santidad que el pecado le
arrebatara, pero donde hubiera a la vez cargos importantes, con responsabilidad,
mando y honor.
Este dualismo en la
psicología del apóstol perdura a lo largo de todo el Evangelio, si bien se hace
mucho más acusado cuando se juntan ambos hermanos, Santiago y Juan. Entonces la
unión hace la fuerza y se sienten doblemente atrevidos y audaces.
Juan fue con Andrés de
los primeros entre los discípulos que tomaron contacto con Jesús. Con precisión
encantadora, recordando, a pesar de los muchos años, hasta el instante del
encuentro, nos ha legado Juan el relato de aquella primera
entrevista:
"Al día siguiente, otra
vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús que
pasaba, y dijo, He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos que le oyeron
siguieron a Jesús. Volvióse Jesús a ellos y, viendo que le seguían, les dijo:
¿Qué buscáis? Dijéronle ellos: Rabbi, que quiere decir Maestro, ¿dónde moras?
Les dijo: Venid y ved. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y permanecieron con
El aquel día. Era como la hora décima" (Jn. 1, 35-39).
Aquello no fue todavía
la vocación al apostolado, aunque fue el encuentro providencial que determinó la
suerte de sus vidas. Permaneciendo con Jesús "todo aquel día" quedaban maduros
para la ulterior llamada.
Juan y Andrés fueron
proselitistas. De Andrés sabemos que presentó a Jesús a su hermano Simón, el
futuro Pedro. Juan hablaría de estas cosas con Santiago... Ya todo lo demás se
desarrolló normalmente.
Pasando Jesús por la
ribera del lago, mientras ellos remendaban sus redes, les invitó a seguirle:
"Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres". Y ellos, generosos, dejándolo
todo, le siguieron.
A Juan le encontramos
en el Evangelio entre los íntimos del Maestro, formando con su hermano Santiago
y con Simón Pedro el trío de confianza. Jesús les lleva a la resurrección de la
hija de Jairo, a los resplandores de su transfiguración, a las congojas de su
agonía en Getsemaní. Juntos los vemos también, aunque con algunos más, cuando la
deliciosa aparición en el lago de Tiberíades.
Desde el primer
momento, Cristo impuso a los dos hijos del Zebedeo el sobrenombre de Boanerges,
"los hijos del trueno" (Mc. 3,17), porque eran súbitos como el rayo.
Alguna anécdota de este
carácter impulsivo, que no conocía la ponderación, ha llegado hasta nosotros,
como cuando quieren que descienda fuego del cielo sobre la aldea samaritana que
se negó a recibirles al ir en peregrinación a Jerusalén. Jesús les reconviene
dulcemente: "No sabéis de qué espíritu sois" (Lc. 9,55). También en otra ocasión
el Maestro desaprueba la conducta de Juan, que había prohibido actuar a un
exorcista espontáneo, que, sin ser de los doce, arrojaba los demonios en nombre
de Jesús. "No se lo prohibáis —le dice—; quien no está contra vosotros trabajaba
a favor vuestro" (Mc. 9,39).
Sin embargo, la escena
que retrata al vivo las ambiciones de ambos hermanos es aquella en que
interviene su madre para solicitar a favor de ellos los dos primeros puestos en
el futuro reino.
Las circunstancias en
que formula su petición no podían ser más inoportunas. La caravana apostólica
marcha hacia Jerusalén para celebrar la Pascua, la última que Jesús comerá con
los suyos, conforme acaba de manifestárselo con toda claridad, al predecirles
que en ella tendrán cumplimiento los vaticinios referentes a su pasión y muerte.
Y en ese instante es cuando se acerca Salomé adorándole y pidiéndole
algo.
—¿Qué quieres? —le dice
Jesús.
La madre contesta con
decisión y sin rodeos:
—Di que estos dos hijos
míos se sienten contigo en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu
izquierda.
Jesús debió sonreírse
ante tan extraña petición, formulada en el momento en que predice un reino
levantado sobre una cruz. Pero comprendió que ni la madre ni los hijos estaban
para reconvenciones. Optó por tentar su generosidad.
—No sabéis lo que
pedís... Pero, en fin, ¿seréis capaces de beber el cáliz que yo tengo que
beber?
Y aquí es donde se
retratan los dos hermanos. Valientes, decididos, incontenibles, como cuando a la
llamada del Maestro dejaron a su padre el Zebedeo en la nave con los criados,
así ahora responden sin quedarles nada dentro, dispuestos a todo.
Tanto arrojo, que en
otros labios hubiera sonado a bravuconería, debió agradar a Jesús, que les
dijo
—Está bien. Mi cáliz lo
habréis de beber; pero en cuanto a sentaros a mi derecha y a mi izquierda no
corresponde a mí el dároslo, pues es cosa que tiene preparada mi Padre (Mt.
20,20-23).
Los demás
condiscípulos, al ver las pretensiones de los Zebedeos y de su madre, se
indignaron. No por verles privados de espíritu evangélico, sino porque también a
ellos les tentaban iguales ambiciones, aunque les faltase el arrojo de los Hijos
del Trueno para formularlas, y una madre con indiscutibles derechos para
interceder. Porque Salomé había dejado marchar generosamente a sus hijos y,
además, ella misma seguía a Jesús sirviéndole en su peregrinar.
Esta decisión de los
dos hermanos es más intrépida en Juan, a pesar de ser el más joven. Jesús le
escoge a él y a Pedro para misiones arriesgadas, como buscar el cenáculo de la
Pascua, sin que trascienda el sitio a los restantes, y menos a Judas.
Emparejado a Pedro
aparece asimismo en otros momentos solemnes, como en la hora de la cena, al
inquirir, sin levantar sospechas, quién era el traidor. En aquella ocasión Juan
se muestra mucho más prudente que el arrogante Pedro, y sabe reaccionar con
cautela y eficiencia después del desconcierto del huerto, siguiendo
decididamente a Jesús hasta la casa de Anás, donde no sólo entra él, por sus
conocimientos con la familia del pontífice, sino que consigue paso libre para el
mismo Pedro.
Al día siguiente, a la
hora terrible de la crucifixión, sólo Juan persevera con las santas mujeres en
el monte Calvario. El recogió las últimas palabras del Maestro, él se hizo cargo
de su Madre desolada, él asistió al embalsamamiento de su cuerpo destrozado,
cooperando a enterrarlo en el sepulcro nuevo de José de Arimatea. Sus retinas
asombradas tomaron fielmente nota del trascendental acontecimiento, y como un
notario levantó acta de todo el suceso: “El que lo vio da testimonio, y sabemos
que su testimonio es verdadero" (Jn. 19,35).
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